jueves, 27 de enero de 2011

¿PODEMOS (DEJAMOS) VER A DIOS?

Estos días de atrás se ha hablado de un eclipse de luna y nos ha hecho pensar que a veces en nosotros también se producen eclipses, pero de Dios. Esto es algo habitual y no sólo en nosotros. Hasta los más grandes santos lo han tenido.

Podríamos decir que toda persona pasa por momentos en que vemos muy claro a Dios, como cuando san Ignaro dice que “ve a Dios en todas las cosas” , a otros momentos en que se nos oculta como le pasaba a san Juan de la Cruz cuando dice: “¿a dónde te escondiste, amado?”

El problema es, pues, difícil porque no se trata de un “dios” que hubiera decidido no manifestarse claramente. Radica en la misma estructura de la experiencia religiosa, que pone en contacto lo finito que somos nosotros, con lo infinito que es Dios.

Es cierto que a veces nosotros contribuimos a oscurecer la presencia divina en el mundo. El mismo Vaticano II ha reconocido que una “parte no pequeña” corresponde a los propios creyentes por su mala presentación de la fe. Pero, aún en el mejor de los casos y con una iglesia ideal, el problema sólo se aliviaría, no se resolvería: el mismo Jesús fue radicalmente incomprendido y en aquel momento convenció a pocos…

Sin embargo, después de lo dicho no resulta demasiado difícil comprender que no se trata en modo alguno del silencio de Dios, sino de la incapacidad nuestra para escucharlo. Oír, ver, percibir, conocer... son operaciones que suponen una reciprocidad en el ser y en el actuar.

En realidad, cuando se reflexiona a fondo, lo admirable no es lo difícil que resulta captar a Dios, sino cómo, este “Dios que es amor”, se hace visible ante todo allí donde el amor adquiere su única imagen: en el amor que crea la verdadera fraternidad entre todos los humanos.

Ojala seamos nosotros la imagen donde los demás vean a Dios, para que así el eclipse pase pronto.

Huellas

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