martes, 21 de abril de 2015

¿QUIÉN ES MI PRÓJIMO?

Jugando en la ermita de Nuestra Señora del Buen Suceso.


Estoy aterrado por los fallos de educación en tantos hogares cristianos, por los dramas, los naufragios de los que soy testigo o confidente. ¡Lejos de mi pretender que estos fracasos son todos imputables a los padres! Experimento una profunda compasión por los que, sin haber fallado en su tarea educativa, son probados cruelmente en sus hijos. Pero en muchos casos encuentro que es muy fácil e injusto, echar todas las culpas a la “nueva ola”. Y el tono de amargura agresiva con el que tantos padres acusan a sus hijos me parece revelar esa necesidad de acallar en ellos una voz interior que amenaza su seguridad.

Os ruego jóvenes matrimonios que me leéis, que no penséis demasiado rápido: En que no hay riesgo en que nuestro chico nos anuncie un día sus esponsales con una joven desconocida de nosotros con un telegrama enviado desde los deportes de invierno, como el hijo de los X...; educado en la rectitud y la honradez, no hay riesgo en que se embarque en un grupo de estudiantes de instituto ladrones ni que quede embarazada a una joven de quince años y la acompañe al extranjero para eliminar las consecuencias…; que nuestra hija se deje arrastrar sin saberlo nosotros por una banda y no escape por poco a las redes de proxenetas…; que nuestro hijo se eche a perder por un pobre tipo introducido en nuestra casa sin discernimiento suficiente…; que nuestra hija estudiante se inscriba en el P. C. arrastrada más bien por su rebelión contra la familia que por convicciones…

Todos estos casos de los que he tenido conocimiento en estos últimos meses, conciernen a hogares como los vuestros, quiero decir creyentes, practicantes, preocupados por el progreso espiritual, el apostolado. Por tanto no puedo por menos que preguntarme si esos padres habían comprendido que estaban casados PRIMERO para tener hijos y hacerlos hijos de Dios, que sus hijos eran su PRIMER prójimo, que asegurar su educación era su PRIMERA responsabilidad, que la educación es ante todo asunto de amor.

Y si habían comprendido que era necesario amar a sus hijos ¿no han reflexionado ante las exigencias del amor? ¿Han tratado de descubrir y de comprender la personalidad única de cada uno de sus hijos y no de una vez para siempre sino cotidianamente, pues todo viviente es nuevo cada día? Y para ayudar al crecimiento de esta personalidad ¿han sabido juntar el coraje de mandar, defender, castigar, en este difícil arte de favorecer la eclosión y el desarrollo de una libertad? ¿Han estado presentes ante sus hijos, hablo de esta presencia espiritual que, preservando de la angustiosa soledad, ofrece seguridad? ¿Han velado por cuidar el diálogo, no solo de las palabras, sino de las inteligencias y los corazones? ¿Han estado disponibles a la hora en que un joven ahogado buscaba una rama donde agarrarse? Todo esto exige tiempo, imaginación, inteligencia, energía, corazón, un espíritu de humildad, de abnegación. Es necesario el amor, un amor auténtico; pues el amor de los padres por sus hijos no es a menudo, aunque ellos piensen otra cosa, nada más que un afecto visceral, sentimental, mezclado con el amor egoísta. Y no es suficiente con que este afecto se duplique en dedicación, consienta en sacrificios, recurra a la oración para hacerse, en la apertura mutua y la confianza recíproca, esta intimidad de persona a persona en que consiste el amor verdadero.

Jóvenes matrimonios, estad vigilantes, descubrir las coartadas, no cedáis a la tentación de atribuir a nobles sentimientos vuestras negligencias, vuestros abandonos en materia de educación: las responsabilidades profesionales y sociales, por importantes que sean, las exigencias del apostolado, no justifican NUNCA la dimisión de un padre o de una madre.

Que sea difícil amar verdaderamente, que sea difícil vuestra tarea de educadores, lo reconozco; que el mal ronda alrededor de vuestros hijos “buscando lo que pueda devorar” lo sé de sobra. Pero entonces ¿por qué no apresurarse a estar cerca de Dios y perseverar en ello? Hay gracias que no se obtienen, demonios que no se ahuyentan, nos dice Cristo, nada más que por la oración y la penitencia. “No hay redención sin efusión de sangre” escribía San Pablo. Pues precisamente la educación cristiana en una redención.

Que la ayuda mutua, esta ley fundamental de vuestro equipo, actúe plenamente en este dominio de la educación. Si bien es verdad que no tenéis que poner de forma inconsiderada sobre el tapete los problemas de vuestros hijos mayores, aun queda un gran margen para esta ayuda mutua.


HENRI CAFFAREL

1 comentario:

  1. Preciosa reflexión, verdaderamente actual, poner en vida el amor, entregarse a la confianza de la oración, dejar que Dios cuente y confiar. H y MN

    ResponderEliminar