Domingo XVI Tiempo
Ordinario
Evangelio de Mateo
13, 24-43
En aquel tiempo,
Jesús propuso esta parábola a la gente:
— El Reino de los
Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero,
mientras la gente dormía, un hombre fue y sembró cizaña en medio del trigo y se
marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga, apareció también la
cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo:
— Señor, ¿no
sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?
El les dijo:
— Un enemigo lo ha
hecho.
Los criados le
preguntaron:
— ¿Quieres que
vayamos a arrancarla?
Pero él les
respondió:
— No, que podríais
arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega, y cuando
llegue la siega diré a los segadores:
— Arrancad primero
la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi
granero.
Hoy reproducimos el
comentario que Enrique Martínez Lozano hace al evangelio. Nos ha encantado. No
creamos que el fundamentalismo está en los demás, cada uno de nosotros tenemos
que mirar nuestra propia vida para descubrir si muchas veces lo que queremos es
cambiar a los demás en vez de cambiarnos a nosotros mismos, cuando solo a nosotros
mismos es a quienes podemos cambiar, el trabajo es personal.
Dice Enrique:
"ACEPTAR
LA CIZAÑA NOS HUMANIZA
La
personalidad fanática tiende a ver la realidad escindida completamente en dos:
todo es blanco o negro, verdadero o falso, bueno o malo, “trigo o cizaña”; para
ella, no caben otras tonalidades. Por eso, se convierte en juez implacable que
“salva” o “condena”.
Sabemos
que, tras esa apariencia de dureza e intransigencia, lo que se esconde es una
inseguridad amenazadora, aunque con frecuencia inconsciente para el propio
individuo. Precisamente, el fanatismo cumple la función de mantenerla a raya,
aunque sea a un precio excesivamente alto, por el desgaste y el sufrimiento que
conlleva.
La
intolerancia, nos advertía el físico ruso Andrei Sájarov, no es sino “la
angustia de no tener razón”. Pero imposibilita el descanso y la paz, porque se
asienta en una no aceptación de la realidad tal como es.
Algo
similar ocurre en las actitudes fundamentalistas: al identificar sus creencias
con la verdad, y al haber hecho de las mismas el sostén de su propia seguridad
psicológica, no queda otro remedio que condenar tajantemente todo aquello que
pueda poner en cuestión el “orden” que su propia mente ha establecido (y que,
en el caso religioso, intentará justificar remitiéndose a una autoridad
divina).
Y
aquí se unen todos esos perfiles mentalmente autoritarios: aun sin pretenderlo,
están cultivando la semilla del fanatismo que siempre brota al adoptar una
actitud de superioridad moral.
Con
un humor que no oculta la tragedia, el escritor israelí Amos Oz escribe lo
siguiente: “La esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás
a cambiar. En esa tendencia tan común de mejorar al vecino, de enmendar a la
esposa, de hacer ingeniero al niño o de enderezar al hermano en vez de dejarles
ser. El fanático es una criatura de lo más generosa. El fanático es un gran
altruista. A menudo, está más interesado en los demás que en sí mismo. Quiere
salvar tu alma, redimirte. Liberarte del pecado, del error, de fumar. Liberarte
de tu fe o de tu carencia de fe. Quiere mejorar tus hábitos alimenticios,
lograr que dejes de beber o de votar. El fanático se desvive por uno. Una de
dos: o nos echa los brazos al cuello porque nos quiere de verdad o se nos lanza
a la yugular si demostramos ser unos irredentos. En cualquier caso,
topográficamente hablando, echar los brazos al cuello o lanzarse a la yugular
es casi el mismo gesto. De una forma u otra, el fanático está más interesado en
el otro que en sí mismo por la sencillísima razón de que tiene un sí mismo
bastante exiguo o ningún sí mismo en absoluto” (A. OZ, Contra el fanatismo,
Debolsillo, Barcelona 2005, pp.28-29).
La
tragedia puede formularse de este modo: el trigo y la cizaña no se dan en campos
diferentes, ni dividen a las personas en dos grupos: buenos y malos, como el
fundamentalismo quiere hacer creer. Trigo y cizaña habitan juntos en cada
corazón humano.
Más
aún: en la medida en que venimos a conocer el funcionamiento de la sombra, nos
percatamos de que es precisamente aquello que más nos crispa lo que –aunque
reflejado en el vecino- tenemos en nosotros mismos. La “cizaña” que más
detestamos en el prójimo es aquella que más escondida se halla en nuestro
interior.
Por
eso, la actitud sabia es la de “dejarlos crecer juntos”. Tal actitud remite
precisamente a lo que tenemos que hacer con la propia sombra: aceptarla,
abrazarla, para poder reconocerla como propia –con lo que, al dejar de
proyectarla en los demás, renunciaremos a juzgarlos-, sin reducirnos a ella. El
regalo que tal trabajo esconde para quien lo emprende es un crecimiento en
integración y en humildad. Paradójicamente, la aceptación de la “cizaña” nos ha
terminado humanizando, bajándonos del pedestal egoico –hecho de exigencia, perfeccionismo
y ciertas ideas de “superioridad”- que sostenía el fanatismo, y acercándonos a
nuestra verdad completa".
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