en El País Semanal, 25
octubre 2015.
Muchas personas viven
creyéndose siempre necesitadas.
Pero el secreto consiste,
precisamente,
en desprenderse de lo que se
tiene en exceso.
Escuchar los avatares de las
personas sirve, por lo general, para evidenciar su mundo de faltas, de
carencias personales, todo un inventario de lo que creen no tener: “Es
que no tengo suficiente autoestima. Lo que me falta es más confianza en mí. Si
tuviera más tranquilidad. Si no fuera por esto o por lo otro. A ver si
encuentro una pareja. El día que encuentre trabajo…”. Todo son comentarios
sobre lo que no se tiene, lo que se perdió o lo que debería haber sido y no
fue.Todo se basa en lo que no existe, lo que falta aún o lo que ya no se
tendrá nunca.
Que en la vida nos puedan
faltar cosas es una perspectiva, incluso motivadora, para alcanzar nuestros
propósitos. No lo tengo aún, pero lo quiero. No obstante, de lo que aquí se
trata es de aquellascreencias que, como sentencias, sostienen el
concepto y la imagen que tenemos de nosotros mismos. Para algunas personas se
trata de un retrato carencial, basado en la falta de posibilidades, capacidad y
merecimiento. Viven creyéndose necesitadas, incapaces y con poca autoestima.
Otras personas, en cambio,
utilizan la carencia como eslabón perdido en su imagen de perfección. Son
autoexigentes, tendentes al enfado por una nimiedad, algo hinchadas de ego, por
no decir narcisistas, excesivamente susceptibles a la crítica y amargadas, por
supuesto, porque a las cosas siempre les falta ese puntito. Al final, unas y
otras escapan del vacío carencial, de la insatisfacción penetrante, a través
del espejismo idealista, de la ilusión de que llegará ese día, como la lotería,
en que se encontrarán con todo lo que les faltó, con todo lo que algún día
soñaron con poseer. Ignoran la trampa: aprenden a vivir en la falta y
no en el deseo de lo que tienen.
Los relatos sobre nuestras
faltas parten de un supuesto anómalo. Pongamos el caso de la persona
eternamente enamoradiza. Quien ama así no conoce al amor. Conoce el buscarlo.
Conoce el desearlo. Conoce el vacío de su inexistencia. Conoce el eterno
retorno al amor vivido, pasado, perdido. En cambio, no sabe amar. No ha
permanecido en el amor. No ha convivido amorosamente. Por eso cree que le falta
y que, de encontrarlo, toda su dicha sería completa.
Sin embargo, lo real suele ir por otros
derroteros. Aquello que no se conoce es más difícil de reconocer. Hay personas,
por ejemplo, que son excelentes guardianas de los demás, son protectoras. No
obstante, ¿quién las protege a ellas cuando lo necesitan? ¿Se dejan proteger?
Cuando alguien lo intenta, no lo saben ver, no se dejan. Lo rehúyen porque no
saben qué es dejarse proteger.
Del mismo modo, el que vive
en la falta de amor no sabe reconocerlo más que en sus ensoñaciones. El
problema es que el día que lo tenga, por no reconocerlo, lo volverá a perder.
Porque de eso sí sabe. Si quiere reconocer el amor, tendrá primero que
permitirse conocerlo. Y para que eso sea posible deberá quitarse de encima lo
que le sobra, es decir, tanto supuesto desamor, tanta falta, tanta ensoñación,
tanto miedo o tanto hedonismo. De eso va sobrado.
Muchas veces somos injustos
al tratar a los demás a partir de sus faltas. Metemos el dedo en la carencia y
les exigimos que se ocupen de rellenar los huecos que vemos en ellos y sean felices
de una vez. Pero no advertimos que nuestro dedo apunta a una montaña
inalcanzable, porque acentúa sus faltas. Mostrar el hueco no es suficiente para
ocuparlo; lo que hace precisamente es incidir en las carencias. Y ver ese
aspecto es un pozo sin fondo. En cambio, saber identificar lo que sobra es el
primer paso para aligerarse.
Aunque parezca que los
relatos de posguerra han pasado a mejor vida, lo cierto es que la idea del
trabajo sufrido y el miedo a la nada siguen instalados en la memoria de muchas
personas. Sea por haberlo escuchado repetidamente en casa, sea porque está en
el árbol genealógico, la vida se plantea como una lucha, un esfuerzo
continuado: ¡hay que ganarse la vida! Son, sin duda, los relatos de la carencia
pura y dura. No sobraba nada porque faltaba de todo.
La idea de que hay que
ganarse la vida, no el sueldo, reproduce una visión de la realidad carencial.
Vivir es un sobreesfuerzo, y salir adelante es lograr todo lo que no tenemos.
La dignidad se demuestra viviendo sin grandes faltas. El reconocimiento social
llega por presumir de lo que se ha logrado (títulos, propiedades, éxito…). Todo
aquello que, en realidad, es prescindible para lograr una auténtica felicidad.
La vida no hay que ganarla, porque ya lo hicimos al nacer. Ya estamos ahí. Con
mejores o peores condiciones, pero estamos ahí. La vida, entonces, hay que
merecerla. Hay que aprender a tener una vida buena, más que echar en
falta una buena vida.
Cuando la atención la
ponemos en las carencias, no hay más que una comparación tramposa. Miramos al
que más tiene y no al que menos. En la comparativa social preferimos parecernos
a los más opulentos. Y eso nos mete de lleno en la necesidad. No se nos ocurre,
por ejemplo, gozar del privilegio de abrir un grifo y disponer de agua caliente,
aspecto del que carecen millones de personas del planeta. ¿De qué nos sirve la
comparativa? ¿Es para valorar y merecer más lo que tenemos o, por lo contrario,
para desmerecernos por lo que no poseemos?
El tener y el no tener están
en realidad en nuestra mente. Dependen exclusivamente de
la dialéctica mental, de los discursos o debates que tenemos con nosotros
mismos. Hay algunas cosas que ya sabemos. Hay gente privada de muchas cosas y
no por ello pierde la alegría de vivir. En el otro extremo, aquellos que más
tienen no serán más felices por tener aún más. Al final, todo es una
cuestión de actitud. Por eso hay que estar alerta de nuestros diálogos
internos, de lo que nos decimos en nuestras dialécticas mentales, por la
sencilla razón de que están construyendo nuestra realidad.
Aunque el diálogo es con
nosotros mismos, gran parte de lo que pensamos viene de fuera. Ha sido
elaborado por paradigmas dominantes como la política, la religión, la ciencia o
la economía. Muchas veces ocurre que lo que creemos que necesitamos, tiene su
origen en dialécticas creadas por tales paradigmas: lo que podemos o no podemos
(política); lo que debemos o no debemos (religión); lo que sabemos o no sabemos
(ciencia), o lo que tenemos o no tenemos (economía). Vale la pena escucharnos
repetir una y otra vez “no puedo”, “no debo”, “no sé”, “no tengo”. Es la manera
más sutil de organizar la vida alrededor de lo ajeno, de lo inalcanzable, de lo
desposeído o del peor de los escenarios: la desesperación por tener que
convivir con ese yo atrapado por todo lo que todavía no hemos alcanzado.
Si sumamos carencias
individuales, paradigmas dominantes y la necesidad de consumo “tecnomediático”, acabamos
viviendo en la falsa idea de que o bien no tenemos lo que nos merecemos, o bien
no nos merecemos lo que tenemos. Extraña paradoja, que solo puede ser
resuelta a lo epicúreo, es decir, entendiendo que libertad quiere decir
desarraigo de todos aquellos mundos ideológicos, mitos o paradigmas, ritos
religiosos, prejuicios culturales, interpretaciones tradicionales, aposentadas
sin crítica en el lenguaje y transmitidas en los usos sociales. ¡Feliz
tú que huyes a velas desplegadas de toda clase de cultura! Y eso empieza
por dejarse en paz, liberarse de tanta dialéctica mental y apropiarse de uno
mismo. Dicho de otro modo, amar lo que es propio y no desear lo ajeno. Ver
lo que nos sobra y no lo que nos falta.
Una excelente reflexión.
ResponderEliminarConchi y Jesús