El dogma de la Inmaculada Concepción fue proclamado por el Papa Pío IX, en la
Bula Ineffabilis Deus, el día 8 de diciembre de 1854. En él se
sostiene que María, a diferencia del resto de los seres humanos, no se vio
alcanzada por el pecado original, por lo que fue “Inmaculada” (“sin mancha”)
desde el mismo momento de su concepción.
Más allá de la polémica acerca de la proclamación de un dogma para el que no
parecía haber apoyo bíblico (evangélico), lo que se logró fue enfatizar la
“doctrina del pecado original” y subrayar su lectura mítica, en clave de culpa
y expiación.
Indudablemente, la piedad mariana siempre ha tendido al exceso. Lo cual es
comprensible porque toca fibras especialmente sensibles para el ser humano,
aquellas que hacen referencia a la figura de la madre: ¿quién no ensalzaría a
su madre por encima de cualquier otra persona? Sin embargo, el hecho de
presentar a María como objeto de especiales prerrogativas no logró sino
“alejarla” de la realidad humana y reducir su figura a lo que podía verse desde
un paradigma premoderno y un nivel mítico de consciencia. De ese modo se
llegaron a conclusiones que hoy nos parecen completamente irrelevantes, cuando
no inasumibles. Veamos, en primer lugar, cómo se presentaba el dogma y, a
continuación, por qué resulta hoy irrelevante.
La doctrina católica –aunque no fuera estrictamente bíblica-, fundamentada en
la teología de san Agustín, afirmaba que Adán y Eva, entendidos como personajes
históricos, los “primeros padres” de toda la humanidad, cometieron un pecado de
desobediencia a Dios, por lo que fueron castigados en ellos mismos y en todos
sus descendientes: esta es la conocida como “doctrina del pecado original”.
Todo ser humano nacía ya con ese pecado. De ahí que se presentara el bautismo
como requisito imprescindible para liberarse del mismo, hasta el punto de que,
cuando un niño moría sin bautizar, no podía participar de la gloria de Dios
(“ir al cielo”), sino que era destinado a un lugar denominado “limbo”.
¿Qué habría sucedido con María? En ella, según la proclamación dogmática, se
produjo una excepción, que se argumentaba diciendo que la “mancha” (culpa) del
pecado original le habría sido quitada “en previsión de los méritos de
la muerte de su Hijo”. Es decir, el dogma de la Inmaculada aparecía
enmarcado en la clave expiatoria en la que se había entendido el “pecado
original”: culpables ante Dios por el pecado de “nuestros primeros padres”, no
tendríamos acceso a la salvación sino gracias a los méritos de la muerte de
Jesús en la cruz, que habría expiado nuestro pecado y nos
habría redimido, devolviéndonos la amistad de Dios.
No es difícil advertir hasta qué punto toda esa doctrina chirría en la
consciencia contemporánea. El motivo es simple: se había entendido de forma literal lo
que solo era un mito. Pero es precisamente esa lectura la que hoy resulta, no
solo irrelevante, sino insostenible.
Es insostenible no solo porque da por supuesta la imagen de un Dios
irascible y vengativo, capaz de condenar a todos los humanos por un pecado,
en rigor, “ajeno”; que habría necesitado la muerte de su propio Hijo para
calmar su honor herido; que no podía reconocer como hijos a quienes no hubieran
sido bautizados… Más aún: un Dios que, pudiendo habernos concedido a todos el
mismo “privilegio” que le otorgó a María, sin embargo no lo hizo. ¿No estamos,
en realidad, ante una caricatura antropomórfica de la divinidad –fruto
de la proyección de la mente- que chirría de manera estrepitosa?
Pero aquel dogma resulta insostenible, no solo por la imagen de Dios que
(tácitamente) transmite, sino porque se apoya en algo que nunca existió: el
llamado “pecado original”. Fue solo un mito –muchas culturas conocen el mito
del “paraíso perdido”-, que san Agustín y, con él, la teología católica elevó a
un hecho histórico y adornó con todas las características con las que habría de
llegar hasta el catecismo de la Iglesia.
Sin embargo, la Iglesia es reacia a admitir la no historicidad del llamado
“pecado original” porque teme que se venga abajo toda su doctrina acerca de la
expiación y, por extensión, sea cuestionada de raíz la obra salvífica de Jesús.
Porque si no hubo pecado, ¿qué necesidad hay de salvación del mismo?
Sin duda, todo esto obligará a un replanteamiento en profundidad de los
contenidos de la fe cristiana. Personalmente, tengo la certeza de que con
ello, no solo no tiene por qué perderse nada valioso, sino que todo puede
resultar enriquecido. Será el camino para salir de las creencias –el
“mapa” propio de una religión- y anclarnos en la certeza –o
“territorio”- que compartimos con todos los seres. El mapa es algo que tenemos;
el territorio es lo que somos. (Sobre todo ello, puede verse lo que
he escrito en: Cristianos más allá de la religión. Cristianismo y
no-dualidad, PPC, Madrid 22015).
Por lo que se refiere a la cuestión que estamos tratando, reconocer la
no historicidad del paraíso y del pecado original no significa negar la validez
del mito, cuando lo leemos, no de un modo literal, sino simbólico. Del
mismo modo, también el dogma de la Inmaculada Concepción es susceptible de una lectura
simbólica, cargada de contenido: en María se afirma lo que es cierto para
todos nosotros. En nuestra verdad identidad, somos inmaculados,
limpios, inocentes… Cada ser humano funciona como
puede, sufre cuando cree ser el yo (ego) separado –este es realmente el “pecado
original”, en cuanto origen de toda confusión y sufrimiento-,
pero realmente es inocencia, porque es Vida. De ahí que,
cuando un cristiano celebra a María Inmaculada, en ella se ve reflejado, junto
con todos los seres. El dogma de la Inmaculada Concepción habla de todos
nosotros: eso es lo que realmente somos.
29 noviembre 2015
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