Vuelvo a hablar de Dios en
esta mañana de otoño de infinita belleza y de tantos motivos de angustia. Digo
“Dios” para decir todo lo que ven los ojos y lo que no pueden ver y lo que aún
ni siquiera es. Digo “Dios” para rendirme a la belleza, sostener el ánimo, bendecir
el mundo y sus mejores posibilidades sin condenar a nadie.
Digo “Dios”, pues con esa
palabra nací, crecí, aprendí a hablar y a vivir, y a decir el Todo como bello,
bueno y fiable, a pesar de todo. Pero no es necesario decir “Dios”, ni pensarlo
ni decirlo, ni “creer” nada; basta mirar y ser lo que somos, como basta al
petirrojo vivir y cantar.
Nos enredamos demasiado. Con
ocasión de la fiesta de Todos los Santos y Difuntos, Manuel Fraijó, pensador
lúcido y honesto, escribió en EL PAÍS un artículo titulado “Avatares de la
creencia en Dios”. Con su estilo reflexivo y claro, dejaba la conclusión
suspendida entre la afirmación y la negación, y terminaba citando a Pascal: “Es
incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista”. Pero omitía la cuestión
primera: no si Dios existe, sino qué significa Dios.
Si escribes “Dios” en Google,
te aparecerán 610.000.000 resultados en 0,41 segundos. Y desde el primer
documento te explicará que es un nombre masculino, un “ser sobrenatural al que
se rinde culto”, que son varios o muchos en algunas religiones, y único en otras, eterno, creador, juez,
omnipotente, infinitamente justo y bueno. Un Ente Supremo con psicología
humana, que piensa, siente, obra de manera muy similar a la de este homo
sapiens que somos, reciente y pasajero. A eso llamo un “Dios teísta”. Sal de
Google. Eso no es Dios.
Algunos lo han venerado como
Sol o como Luna, o como Cielo padre o como Tierra madre, otros como un árbol
(el Yggdrasil de los mitos nórdicos, por ejemplo), otros como un animal
(leopardo, perro, serpiente, pájaro…), o como ser humano, casi siempre
masculino, a menudo rey, a veces con pareja femenina. Era Dios lo que querían
adorar, pero la forma en la que lo imaginaban no era más que “Dios”: una imagen
hecha a imagen de sí mismos. El Maestro Eckhart enseñaba: “Todo lo que haces y
piensas sobre Dios es más sobre ti que sobre Él”. Déjalo, pues. Vayamos más
allá, a lo Real.
Vayan los teólogos más allá
del teísmo y del ateísmo, siguiendo la estela de los místicos de todos los tiempos
y de algunos grandes teólogos de la primera mitad del siglo XX, como Tillich y
Bonhöffer, a los que casi nadie siguió lamentablemente, y por eso se encuentra
la teología –lenguaje sobre Dios– en el impasse en el que se encuentra. Hablen
de Dios los teólogos de hoy como pide nuestro tiempo: los jóvenes y los
mayores, la ciencia, la filosofía y la mística. Dejen de defender la existencia
de “Dios” sin antes decirnos qué entienden por “Dios” de una manera creíble
para hoy. Un “Dios” que necesita defensa no existe: es simplemente un esquema
mental, una forma de entendernos, o de defendernos, de darnos la razón.
Vayan los ateos más allá del
ateísmo, como Albert Camus que escribió de sí: “No creo en Dios, pero no por
ello soy un ateo”. Es decir, un ateo que se queda en la pura negación del
teísmo. Tienen razón los ateos al negar a “Dios”, pero no al pensar que no haya
más Dios que el que ellos niegan. No, no hace falta “Dios” para explicar el
Big-Bang o las orquídeas o las golondrinas que ya migraron; un “Dios” que fuera
causa productiva y explicativa de una realidad física (onda, partícula,
materia, energía) o del universo entero, sería un ente distinto y separado de
este universo, y en algún “punto” o en algún “momento” debería ser una causa
física, y por lo tanto una parte del mundo, y por ende objeto de estudio para
la ciencia. Tiene razón en eso, señor Hawking, pero eso ya está muy repetido.
Vayamos más allá de todo dogmatismo teísta o ateo, al Misterio de lo que es, de
lo que somos.
Lo Real es. Y es maravilloso,
a la vez que dramático y sufriente. Míralo más de cerca. Hace unos días,
científicos de la Universidad Técnica de Delft (Holanda) han realizado un
experimento que vuelve a demostrar lo que ya se conocía desde 1970: las
partículas atómicas existen fuera de nuestro espacio y tiempo, es como si
fueran “ubicuas” y “eternas”, y, aun estando muy separadas, están entrelazadas.
Ese universo cuántico, como el canto del petirrojo, es una imagen del Misterio
de la Realidad que podemos llamar “Dios”. Cuando digo “Dios”, quiero decir la
Hondura, la Fuente del ser, la Energía Originaria más allá o más acá de la
separación entre espíritu y materia. La Creatividad inagotable. La Bondad
creativa. La pura relación sin separación alguna. ¿Persona? No en el sentido dualista
en que nosotros nos experimentamos: una persona frente a otra, una relación
entre dos. Dios es el Tú Absoluto sin dos, el Yo Infinito sin ego, la pura
Conciencia sin división entre sujeto y objeto. La Comunión eterna de la
diversidad universal.
Pero ¿no me contradigo al
hablar de Dios en esos términos? ¿No vuelvo de esta forma a definir a Dios? No
quiero definirlo, pero me contradigo, lo reconozco, pues Dios es lo Indecible y
yo trato de decirlo de alguna forma, y en la medida en que hablo lo “defino”
aun sin quererlo. Pero no sé cómo salir de esta contradicción consustancial de
nuestra conciencia y de nuestra palabra. Lo dicho por la palabra se nutre de lo
no dicho, de lo que siempre queda por decir, de lo que nunca logramos decir.
¿Cómo hablar enteramente si solo decimos lo que podemos decir? ¿Cómo hablar de
la parte que vemos –esa nube, esa luz, esa sombra, ese riachuelo tranquilo– sin
hablar del Todo invisible e inefable? Si lo defines, ya no es Dios, pero si no
hablas de Dios (con ese nombre o sin él), no puedes hablar bien de nada, pues
nada está encerrado en los límites de la apariencia y de la palabra.
Cuando hablas de verdad,
hablas de Dios, o habla Dios en el fondo de la Realidad infinita y de tu pobre
palabra, también infinita. Cuando hablas de verdad, es como si rezaras: como si
rezara tu ser profundo, como si te rezara Dios con infinita ternura y confianza
desde el fondo de tu ser, desde el fondo de todo lo que es, de todos los seres
que gozan y sufren. Pues Dios es como el Fondo infinito de ternura allí donde
hay rencor, de paz donde hay guerra, de vida donde hay muerte. Dios es tu ser
verdadero, lo que puedes llegar a ser, lo que puedes hacer que sea. Y no tengas
miedo a dejar de ser. Mira cómo cae apaciblemente la hoja en otoño. Hacia la
Gran Comunión.
José ARREGI
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