Cada vez que se quiere
profundizar en un aspecto de la vida de matrimonio o de la familia, es preciso
volver a la enseñanza de la Iglesia sobre el sacramento del matrimonio[2]. Este
sacramento tiene como característica que su objeto no es el individuo como en
los otros sacramentos, sino la pareja en tanto que pareja. En efecto, funda,
consagra, santifica esta pequeña sociedad, única en su género, que forman el
hombre y la mujer casados. Y es la única institución natural que goza del
privilegio de entrar en el orden de la gracia, de estar ligada, como tal, al
Cuerpo místico. Esto, en efecto, no se puede decir ni de una nación, ni de un
monasterio: sus miembros pueden estar ligados al Cuerpo místico, pero no la
agrupación en tanto que grupo. Mientras que la pareja, ella, unida al Cuerpo
Místico, es una ramificación, un órgano de este Cuerpo, cuya vida la penetra y
la lleva. Esta vida, vosotros lo sabéis, tiene una doble orientación: a la vez
cultual y apostólica.
A lo largo de las páginas que
siguen, este es el primer aspecto que debe retener vuestra atención. Partimos
de la noción de matrimonio cristiano. No es solamente el don recíproco del
hombre y de la mujer; es también el don, la consagración de la pareja a Cristo.
En adelante, en esta pareja que, dándose, queda abierta a él, Cristo está
presente; y es por esto por lo que san Juan Crisóstomo la llama una “iglesia en
miniatura”. Esta presencia, es cierto, ya tiene lugar cuando dos o tres están
reunidos en nombre de Cristo (Mt 18,20), pero en el caso de la pareja hay algo
más y mejor: un pacto, una alianza, en el sentido bíblico de la palabra, entre
Cristo y el hogar. Lo que Yahvé decía en otra ocasión: “Yo seré vuestro Dios y
vosotros seréis mi pueblo”, Cristo, a su vez, lo dice a la pareja. Así, unido a
la pareja, presente en la pareja, Cristo aspira a dar gracias a su Padre, a
interceder con y por los esposos en el mundo entero…
El tiempo fuerte de este culto de
la pareja, es precisamente la oración conyugal. Y por la noche, cuando este
hombre y esta mujer oran, es la oración de su Hijo bien amado lo que el Padre
de los Cielos escucha, porque, dentro de su corazón, el Espíritu de Cristo
inspira sus sentimientos.
En tanto no se alcance este nivel,
no se puede coger ni promover la oración conyugal. Su necesidad y su grandeza
no se explican más que en la perspectiva del sacramento del matrimonio. En una
palabra, cuando Cristo une por su sacramento a un hombre y a una mujer, es para
fundar un santuario, este santuario que es un hogar cristiano, donde él,
Cristo, podrá celebrar, con esta pareja, por esta pareja, el gran culto filial
de alabanza, de adoración y de intercesión que ha venid a instaurar en la
tierra…
¿Y la oración familiar? Muy
pronto, en efecto, la pareja se transforma en familia. La oración conyugal
entonces muy naturalmente se convierte en oración familiar. Yo no digo que la
oración familiar sustituye a la oración conyugal, sino más bien que la oración
conyugal se expansiona en oración familiar. La distinción es importante. Esto
quiere decir que para captar el significado profundo de la oración familiar, es
preciso partir de la oración conyugal.
Hemos dicho que la pareja es
célula de la Iglesia, es partícipe de la vida de la Iglesia: para la pequeña
célula como para la Iglesia entera, la primera función es el culto a Dios. No
olvido que la pareja tiene otra función característica, específica: la
procreación. Pero esta misma procreación, en un hogar cristiano, no se
comprende bien sino es con respecto a su misión cultual. Expliquémonos.
El gran objetivo de la
fecundidad, en un hogar cristiano, es, o al menos debería ser, engendrar y
formar “adoradores en espíritu y verdad” para que sobre la tierra continúe el
culto al verdadero Dios. Pero en espera de que los niños tomen el relevo
fundando familias a su vez, he aquí que se les asocia la oración conyugal y,
gracias a ellos, se expande en oración familiar, como la savia pasa del tronco
a las ramas con el fin de que soporten las hojas, las flores y los frutos. La
oración conyugal se une a los hijos para cantar la gloria del Señor en nombre
del mundo entero. Así entendida, la oración familiar es diferente de una
conmovedora costumbre: es verdaderamente la actividad primera, capital,
fundamental de la familia cristiana. Es la que distingue la familia cristiana
de una familia no cristiana. En consecuencia, la oración familiar no será
solamente la oración del padre o de la madre, ni incluso la oración de los dos,
ni solamente la oración de los hijos, sino la oración de todos, unánimes, en la
que nadie es simple espectador, en la cual cada uno participa activamente.
HENRI CAFFAREL
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