Dios está aquí, sobre esta
mesa mía
tan revuelta de sueños y
papeles;
en esta vieja, azul fotografía
de Grindelwald cuajada de
claveles.
Dios está aquí. O allí: sobre
la alfombra,
en el hueco sencillo de la
almohada;
y lo grande es que apenas si
me asombra
mirarlo compartir mi
madrugada.
Doy a la luz y Dios se
enciende; toco
la silla y toco a Dios; mi
diccionario
se abre de golpe en “Dios”; si
callo un poco
oigo jugar a Dios en el
armario.
Abro la puerta y entra Dios
-¡si estaba
ya dentro…!-; cierro, y sale,
mas se queda;
voy a lavar mi cara y Dios se
lava
también y el agua vuélvese de
seda.
Dios está aquí: lo palpo en mi
bolsillo,
lo siento en mi reloj y,
aunque me empeño,
ni me sorprendo ni me
maravillo
de verlo tan enorme y tan
pequeño.
Me lo dobla el cristal, me lo
devuelve
hecho yo mismo -Dios, perdón-
su frío
y no acierto a explicarme por
qué envuelve
su cuerpo en este pobre traje
mío.
Hoy he encontrado a Dios en
esta estancia
alta y antigua en donde vivo.
Hacía
por salvar, escribiendo, la
distancia
y se me desbordó en lo que
escribía.
Y aquí sigue: tan cerca que me
quemo,
que me mojo las manos con su
espuma;
tan cerca, que termino, porque
temo
estarle haciendo daño con la
pluma.
Carlos Murciano
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