Isla de la Palma |
Uno de los textos donde se
analiza, de un modo más sugerente, la banalización del amor que se produce en
la sociedad gaseosa es, justamente, Amor líquido, de Zygmunt Bauman. Pocas
palabras sufren un proceso de degradación tan acelerado en la sociedad gaseosa
como el término amor, especialmente en determinados productos audiovisuales.
Amar es sufrir por el otro,
por su bien, por su pleno desarrollo, consiste en desear que la vida le vaya
bien; pero en un contexto de incertidumbre y volatilidad como el que vivimos,
no existe certidumbre alguna de que ello será así, con lo cual el sufrimiento
está garantizado. Lo sabe especialmente una madre cuando da a luz.
El temor a sufrir se
manifiesta en el temor a amar. El ciudadano de la sociedad gaseosa teme amar,
pero también ser amado y las responsabilidades que ello acarrea. Prefiere
preservar su yo desvinculado de los otros, protegido por un caparazón para no
experimentar el sufrimiento de la ausencia del ser amado. Necesita, de vez en
cuando, liberar sus angustias, gozar del encuentro agradable, del pequeño
placer del día y de la noche, pero no está dispuesto a ir más allá.
El roce epidérmico, el
contacto sin compromiso, el instante agradable son formas sucedáneas de amor
que evitan el sufrimiento, pero, ¿se pueden denominar formas de amor en sentido
estricto?
Basta contemplar la cultura de
masas para percatarse de que el vocablo amor es una de las palabras que sufren
una reducción más significativa de su rico contenido. Se reduce a puro
sentimentalismo, a atracción pulsional o a reacción bioquímica. Desde la
neurociencia, se explica como una larga secuencia de procesos fisiológicos que
tienen su punto de partida en la sensibilidad y que producen una alteración de
la vida neuronal y del ritmo cardíaco. El romanticismo se desvanece, como
también se esfuma la idea de fidelidad y de donación gratuita. Son conceptos
que están fuera de mercado, palabras prohibidas en la sociedad gaseosa.
El amor queda, así, reducido a
un sentimiento volátil que muta y se transforma, que no puede, de ningún modo,
vincularse a la voluntad ni a la inteligencia. Dado que es imposible anticipar
lo que voy a sentir mañana, el próximo año o los próximos diez años, no puede
comprometerme indefinidamente con alguien, ni con ningún proyecto, porque el
amor gaseoso es leve como el aire, depende del feeling. Es algo que se siente,
que toca el corazón, pero que no puede convertirse en decisión libre y, menos
aún, en proyecto vital.
En este contexto de
banalización del amor, subsisten ciertos vínculos que, a pesar de la
volatilización del mundo, permanecen como vestigios de un mundo sólido. El amor
materno-filial, por ejemplo, es una expresión de ello. El mismo Zygmunt Bauman
lo reconoce. Más allá de las excepciones, es un vínculo que supera la prueba
del tiempo, que se traduce en múltiples sacrificios y dones, que trasciende la
esfera de lo sensitivo y de lo placentero y que persigue como último fin el
bien integral del hijo.
Este tipo de amor se relaciona
estrechamente con la categoría de la incondicionalidad. El hijo es amado por su
madre sin condiciones, más allá de sus características físicas e intelectuales,
de sus aciertos o desaciertos, de sus logros y fracasos. Esta entrega
incondicional es algo que conmueve y desorienta al ciudadano de la sociedad
gaseosa, porque evoca un tipo de relación que no tiene paralelismo con lo que
halla en el mercado digital.
Francesc Torralba, filósofo
En el nº 2.991 de Vida Nueva
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