¿Alguna vez he permitido a
la Vida manifestarse en mí tal y como ella es? ¿Alguna vez la he dejado actuar?
¿Alguna vez he escuchado lo que tenía que decirme? ¿Alguna vez he mirado en la
dirección que ella me indicaba?
Nunca. Siempre he pretendido
llevar el control. Siempre me he creído dueña y señora de mi destino, de mi
pasado y mi futuro; y cuando las cosas no salían como yo tenía previsto, me
bastaba asumir el papel de víctima y pensaba que esa misma Vida, a la que yo
ignoraba, era cruel e injusta conmigo. Yo siempre tenía razón; la Vida siempre
estaba equivocada.
Ella no ha dejado de
susurrarme, de inspirarme, de reconducirme y yo he estado continuamente dándole
la espalda, apartándome de los lugares a los que ella me conducía, como si la
sabia fuera yo y la Vida la ignorante.
Así nos hemos pasado casi
sesenta años, prácticamente toda una existencia, Ella queriendo mostrarse, yo
mirando hacia otro lado.
Y el tiempo se agota, la
Vida no puede esperar más, la arena del reloj se desliza y yo sigo sin querer
ver, sin querer escuchar y a Ella se le termina su infinita paciencia.
No hay nada más desesperante
que un ser humano que se cree poseedor de la verdad, que es incapaz de darse
cuenta de que se ha fabricado un sueño y que vive dentro de él confundiéndolo
con la realidad.
La Vida me ha hecho muchas
advertencias: fracasos, desamores, pérdidas, abandonos, frustraciones, pero a
pesar de todo yo he seguido caminando según mis propias reglas, como si supiera
a dónde me dirigía, sin darme cuenta de que cada desengaño era una advertencia
para cambiar el rumbo, un buen consejo para tomar otro camino.
Ante mi ceguera, ante mi
sordera, ante mi tozudez, a la Vida no le ha quedado más remedio que pararme en
seco; no le he dejado otro recurso más que el de mostrarse ante mí en toda su
crudeza, en toda su fuerza. El cáncer ha sido la única manera de hacerme
despertar de este sueño absurdo en el que llevo sumergida toda mi existencia.
El cielo se ha derrumbado
sobre mi cabeza y el suelo se ha abierto bajo mis pies y todo ese inmenso
artificio que he construido durante casi sesenta años se ha venido abajo, se ha
pulverizado.
Me he quedado sola, desnuda,
sin nada a lo que agarrarme, sin ningún lugar en el que refugiarme. La Vida me
ha obligado a salir de la concha en la que me había escondido, del sueño en el
que me había ocultado. La Vida me ha forzado a levantar la cabeza y a mirarla
directamente a los ojos.
Pero Ella me ha dado una nueva
oportunidad, tal vez la última, un nuevo comienzo, como si hubiera vuelto a
nacer pero conservando todo lo experimentado, todo lo aprendido, todo lo
sufrido. Como una niña-vieja que puede recordar sus errores y a la que aún le
quedan fuerzas para caminar aunque no sepa ni quién es, ni siquiera si habrá
algún sendero que recorrer, o será ella quien tendrá que abrirse camino entre
la maleza.
Porque ahora todo ha
cambiado, desde mi cuerpo hasta mi mente. Nada de lo que antes me configuraba
me sirve ya, todo se me ha quedado pequeño, absurdo, inútil.
Sola, desnuda, sin saber
quién soy ni en qué creo, sin prestar oídos ni a mi mente ni a mis
pensamientos, que ahora sé que solo son un producto de esa mujer que ya no
existe, que no es real, al igual que no lo es mi ego ni mi personalidad. Sola,
desnuda, en medio de este inmenso desierto de arenas blancas donde no existe ni
el norte ni el sur, ni el este ni el oeste, ni el cielo ni la tierra. Sola,
desnuda, sin Dioses en los que creer ni a los que orar. Sola, desnuda, rodeada
de vacío, de silencio, mientras me doy cuenta de que al fin, por primera vez en
sesenta años, me siento VIVA.
Una discípula de la Vida
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