Jugando en la ermita de Nuestra Señora del Buen Suceso. |
Estoy aterrado por los
fallos de educación en tantos hogares cristianos, por los dramas, los
naufragios de los que soy testigo o confidente. ¡Lejos de mi pretender que
estos fracasos son todos imputables a los padres! Experimento una profunda
compasión por los que, sin haber fallado en su tarea educativa, son probados
cruelmente en sus hijos. Pero en muchos casos encuentro que es muy fácil e
injusto, echar todas las culpas a la “nueva ola”. Y el tono de amargura
agresiva con el que tantos padres acusan a sus hijos me parece revelar esa
necesidad de acallar en ellos una voz interior que amenaza su seguridad.
Os ruego jóvenes matrimonios
que me leéis, que no penséis demasiado rápido: En que no hay riesgo en que
nuestro chico nos anuncie un día sus esponsales con una joven desconocida de
nosotros con un telegrama enviado desde los deportes de invierno, como el hijo
de los X...; educado en la rectitud y la honradez, no hay riesgo en que se
embarque en un grupo de estudiantes de instituto ladrones ni que quede embarazada
a una joven de quince años y la acompañe al extranjero para eliminar las
consecuencias…; que nuestra hija se deje arrastrar sin saberlo nosotros por una
banda y no escape por poco a las redes de proxenetas…; que nuestro hijo se eche
a perder por un pobre tipo introducido en nuestra casa sin discernimiento
suficiente…; que nuestra hija estudiante se inscriba en el P. C. arrastrada más
bien por su rebelión contra la familia que por convicciones…
Todos estos casos de los que
he tenido conocimiento en estos últimos meses, conciernen a hogares como los
vuestros, quiero decir creyentes, practicantes, preocupados por el progreso
espiritual, el apostolado. Por tanto no puedo por menos que preguntarme si esos
padres habían comprendido que estaban casados PRIMERO para tener hijos y
hacerlos hijos de Dios, que sus hijos eran su PRIMER prójimo, que asegurar su
educación era su PRIMERA responsabilidad, que la educación es ante todo asunto
de amor.
Y si habían comprendido que
era necesario amar a sus hijos ¿no han reflexionado ante las exigencias del
amor? ¿Han tratado de descubrir y de comprender la personalidad única de cada
uno de sus hijos y no de una vez para siempre sino cotidianamente, pues todo
viviente es nuevo cada día? Y para ayudar al crecimiento de esta personalidad
¿han sabido juntar el coraje de mandar, defender, castigar, en este difícil
arte de favorecer la eclosión y el desarrollo de una libertad? ¿Han estado
presentes ante sus hijos, hablo de esta presencia espiritual que, preservando
de la angustiosa soledad, ofrece seguridad? ¿Han velado por cuidar el diálogo,
no solo de las palabras, sino de las inteligencias y los corazones? ¿Han estado
disponibles a la hora en que un joven ahogado buscaba una rama donde agarrarse?
Todo esto exige tiempo, imaginación, inteligencia, energía, corazón, un
espíritu de humildad, de abnegación. Es necesario el amor, un amor auténtico;
pues el amor de los padres por sus hijos no es a menudo, aunque ellos piensen
otra cosa, nada más que un afecto visceral, sentimental, mezclado con el amor
egoísta. Y no es suficiente con que este afecto se duplique en dedicación,
consienta en sacrificios, recurra a la oración para hacerse, en la apertura
mutua y la confianza recíproca, esta intimidad de persona a persona en que
consiste el amor verdadero.
Jóvenes matrimonios, estad
vigilantes, descubrir las coartadas, no cedáis a la tentación de atribuir a
nobles sentimientos vuestras negligencias, vuestros abandonos en materia de
educación: las responsabilidades profesionales y sociales, por importantes que
sean, las exigencias del apostolado, no justifican NUNCA la dimisión de un
padre o de una madre.
Que sea difícil amar
verdaderamente, que sea difícil vuestra tarea de educadores, lo reconozco; que
el mal ronda alrededor de vuestros hijos “buscando lo que pueda devorar” lo sé
de sobra. Pero entonces ¿por qué no apresurarse a estar cerca de Dios y
perseverar en ello? Hay gracias que no se obtienen, demonios que no se
ahuyentan, nos dice Cristo, nada más que por la oración y la penitencia. “No
hay redención sin efusión de sangre” escribía San Pablo. Pues precisamente la
educación cristiana en una redención.
Que la ayuda mutua, esta ley
fundamental de vuestro equipo, actúe plenamente en este dominio de la
educación. Si bien es verdad que no tenéis que poner de forma inconsiderada
sobre el tapete los problemas de vuestros hijos mayores, aun queda un gran
margen para esta ayuda mutua.
HENRI CAFFAREL
Preciosa reflexión, verdaderamente actual, poner en vida el amor, entregarse a la confianza de la oración, dejar que Dios cuente y confiar. H y MN
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