IV
Domingo de Pascua
Evangelio
de Juan 10, 11-18
En aquel tiempo, dijo Jesús a los
fariseos:
— Yo soy el buen Pastor. El buen
pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de
las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace
estragos y las dispersa; y es que al asalariado no le importan las ovejas.
Yo soy el buen Pastor, que conozco a
las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al
Padre; yo doy mi vida por las ovejas.
Tengo, además, otras ovejas que no son
de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá
un solo rebaño, un solo Pastor.
Por eso me ama el Padre: porque yo
entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la
entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla.
Este mandato he recibido del Padre.
En este cuarto domingo de
cuaresma, el evangelio de Juan nos presenta a Jesús como buen pastor, que da la
vida por sus ovejas.
Pero como hoy ya no vemos ovejas ni conocemos
pastores, ¿con qué imagen podríamos identificar a Jesús?
Se me ocurre con la imagen de la madre.
Porque una madre se entrega a sus hijos –que somos todos-, a todos quiere con
igual intensidad –como se quieren por igual los dedos de una mano-, a nadie
excluye, a todos acoge, y por todos está dispuesta a dar la vida.
Así es Jesús. Como una madre.
Que está a gusto cuando sus hijos lo están, que está siempre disponible, que siempre
está ahí –a veces en silencio, a veces
hablando- según convenga a los hijos. La madre siempre está pendiente y vigilante,
siempre tiene tiempo, siempre procura una sonrisa, siempre está amando.
Así es Jesús. Como una
madre. Así nos lo presenta el evangelio. A nadie echa, a todos ofrece su
cariño, más aún ama a todos sin esperar correspondencia. Se ocupa de todos sin
que nadie lo pida. Está atenta a todos, porque todos son sus hijos.
Es verdad. Así es Jesús.
Como una madre.
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