Probablemente, todos
conocemos a personas que, en un momento determinado, nos han sorprendido
cambiando radicalmente su estilo de vida para orientarse por caminos de mayor
autenticidad. Pero todos sabemos que no es lo habitual. Por lo general
cambiamos poco. Somos los mismos a través de las distintas etapas de nuestra
vida, con los mismos errores y defectos, con los mismos egoísmos y mezquindades
de siempre. Los que nos decimos cristianos nos podríamos preguntar con
sinceridad: ¿Nos transforma realmente la fe? ¿Nos va haciendo cambiar a lo
largo de la vida? ¿Van cambiando en algo nuestros criterios, convicciones y
modo de actuar? Tal vez hemos de reconocer que, si no fuera por unas “prácticas
religiosas” que seguimos observando, no sería fácil identificarnos y
distinguirnos de otras personas ajenas a la fe cristiana. Aunque son diversos
los factores que nos pueden impedir cambiar y mejorar nuestra vida, es fácil
señalar algunos de especial importancia. Por lo general, no creemos lo
suficiente en nuestra propia transformación. El paso de los años nos puede
hacer cada vez más escépticos. Nos conocemos ya demasiado para creer realmente
nuestra vida pueda cambiar. Es nuestra primera equivocación. No ser conscientes
de todas las posibilidades que se encierran en nosotros. Descansar diciendo “yo
soy así” “ es mi temperamento” “no tengo fuerza de voluntad” para no reaccionar
nunca a las llamadas que se nos hacen desde la vida. Otras veces, si cambiamos
poco es porque realmente no deseamos cambiar. Nos contentamos con recomponer
algunos aspectos de nuestro vivir diario para evitarnos mayores complicaciones
y molestias, pero no nos atrevemos a plantearnos un cambio más profundo. Nos da
miedo pensar en las consecuencias que se seguirían de tomar más en serio la
vida y el evangelio. Por otra parte, ¿cuándo puede uno tomarse un tiempo para
pensar en estas cosas? ¿ Cómo detenerse algún momento para encontrarse consigo
mismo y con Dios, cuando hay tanto que hacer cada día? Entonces dedicamos
tiempo a todo menos a aquello que es más importante. Otras veces no nos
atrevemos a llamar las cosas por su nombre para hacernos las preguntas que
están ya dentro de nosotros: “¿Por qué se está abriendo ese abismo entre mi
espíritu y yo? ¿Soy yo el que siempre tiene razón, como lo aseguro? ¿No me
estoy organizando la vida de una manera cada vez más individualista y
superficial? ¿Por qué me he alejado en realidad de la misa dominical y de todo
lo religioso?. Solo se es hombre haciéndose humano. Sólo se es cristiano
haciéndonos cristianos cada día.
JOSE ANTONIO PAGOLA
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