Erase una vez un hombrecillo de sal que yendo de camino por
cálidas regiones y desiertos llegó a la orilla del océano. De pronto, descubrió
el mar ante su vista. Nunca lo había visto con anterioridad, por lo que no
entendió lo que era.
̶̶ ¿Quién eres tú?,
preguntó el hombrecillo.
̶ Soy el mar,
respondió el océano.
̶ Pero, ¿qué es el
mar?, siguió preguntando el hombrecillo.
̶ Yo, repuso el mar.
̶ No lo entiendo,
murmuró para sí con tristeza el hombrecillo… ¿Cómo podría entenderte? ¡Me gustaría tanto
hacerlo!
̶ Tócame, dijo el
mar.
Entonces el hombrecillo tocó tímidamente al mar con la
punta de los dedos. Y empezó a entender el misterio del mar. Pero enseguida se
dio cuenta de que las puntas de sus dedos se habían desvanecido.
̶ ¿Qué es lo que has
hecho conmigo, mar?
̶ Me has hecho
entrega de algo tuyo para poder entenderme - dijo el mar.
Entonces el hombrecillo empezó a disolverse lenta y
suavemente en el mar, como una persona que llevase a cabo el acto más
importante de su vida de peregrinación. Conforme iba sumergiéndose en el
océano, se hacía cada vez más delgado. Pero en esa misma medida iba también
teniendo la sensación de que cada vez entendía mejor al mar. El hombrecillo
adelgazaba y adelgazaba, y mientras tanto seguía preguntándose:
̶ ¿Qué es el mar?
Y entonces, una última ola lo consumió por completo. Pero
en este último momento pudo hacer suya la respuesta del mar y decir:
̶ El mar soy yo.
(Antiguo relato citado por Gisela ZUNIGA, Está todo ahí,
Desclée de Brouwer)
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