¿Quién no ha sentido, en algún
momento de su vida, la experiencia de morir? ¿Quién no ha sufrido el dolor
físico, casi somático, de una separación indeseada, de una palabra mal dicha,
de un proyecto que se trunca, de un no sentirse comprendido o aceptado?
Cada uno de nosotros lleva
grabadas infinitas pequeñas muertes en su geografía íntima. A veces tan
pequeñas que no dejan cicatriz visible, pero aun así muy grandes. Lo suficiente
como para que nos permitan reconocer esas mismas señales de dolor en otros
cuerpos y rostros: las bolsas bajo los ojos de la señora que coge el autobús a
las seis de la mañana, el ceño fruncido del funcionario que apenas musita un
buenos días, el temblor en la voz de quien recuerda aquel amor del pasado, la
inseguridad de la adolescente que se compara con sus amigas, la frustración del
que no tiene trabajo, o de quien se busca cada mañana en el espejo y no se
encuentra. No hace falta tener grandes problemas para sentirnos morir un poco
(¿cuántas veces habremos alzado al cielo de otros ojos nuestra plegaria sentida
y sincera, como diciendo calladamente: “¿por qué me has abandonado?”).
Sí, cada uno de nosotros es un
testimonio encarnado de resistencia, de resiliencia (ahora que tanto se emplea
esta palabra), de aprender a respirar hondo y reencontrar el ánimo, “el ánima”,
ese soplo vital que nos mantiene vivos. Porque estamos hechos para resucitar.
La nuestra es una bella historia de resurrección, un milagro de fortaleza en la
fragilidad que nos impulsa una y otra vez a despertar del letargo, a ponernos
en pie, afianzarnos sobre la tierra, dejar atrás nuestras fosas y encierros, y
seguir caminando con la cabeza erguida y el pecho descubierto. Para volver a la
vida, sí, pero no a la de ayer. Resucitar es recrearnos entrañablemente:
asomarnos a aquello que nos duele y acariciarlo como quien unge el cuerpo o los
pies de la persona amada. Acoger, aceptar, amar, conmovernos desde las entrañas.
Y atrevernos a salir, sin pudor, expuestas las heridas en señal de victoria,
más conscientes de nosotros mismos, renacidos y aún dispuestos a hacerlo todo
nuevo.
La anastasis es
ese dinamismo interno que TODOS y TODAS experimentamos al sentirnos liberados
de nuestros miedos e infiernos. De nada sirve admirar este milagro de la Pascua
cristiana, este rito de paso o transición, si después no lo reconocemos en
nuestra vida cotidiana. Y de poco sirve, además, esta experiencia de sanación
personal si no transforma nuestro modo de contemplar a los demás y convivir con
ellos. Quien ya pasó por una situación parecida comprende a quien ahora está
sufriendo, sabe escuchar (porque también un día necesitó esa acogida), sabe
acariciar con palabras y con gestos, domina el lenguaje de la ternura, y sabe
conceder espacio, tiempo y dignidad a quienes se encuentran librando esa dura
batalla. Porque un día fue también la suya; porque es la de todos.
Cada uno de nosotros está
llamado a ser testimonio de resurrección para quienes no alcanzan a ver (y
aguardan anhelantes) el estallido del alba. En silencio, nos decimos: “Yo pasé
por ese trance que tú atraviesas hoy y salí fortalecido. Sé de tu dolor y me
conmueve. Y en cuanto quiera que venga a partir de ahora, no estarás solo/a.
Seguimos adelante. Estoy contigo”. Ayudarnos a morir, ayudarnos a vivir: he
aquí el milagro que se entreteje cuando dos o más personas se reconocen desde
la com-pasión y el amor. La radicalidad de este sentir común, de esta comunión
que se llena de sentido por lo sentido, nos moviliza e interpela a adoptar una
nueva manera más sensible, empática y receptiva de estar en el mundo. Renacidos
una y otra vez de tantas pequeñas crisis, albergamos en nosotros un espíritu de
sabiduría y fortaleza que nos impulsa a ser portadores de paz, “resucitadores”
de otros.
Luego están esas otras
muertes: las que nos arrancan de nuestro lado y para siempre a las personas que
amamos y que nos aman, y dejan henchido de ausencia el espacio que antes
ocupaba su figura. Hermoso y triste vacío habitado. Quien más, quien menos,
sabe a qué me refiero. Hace algo más de dos años perdí a mi mejor amigo y no ha
pasado un solo día en que no lo haya recordado. Como la Magdalena, también yo
fui al sepulcro para visitar y honrar el último lugar en la tierra donde reposó
el cuerpo de mi amigo. Sabía que no lo encontraría allí, que aquel nombre sobre
esa lápida fría poco o nada podría decirme del hombre que yo había conocido.
Fui, no obstante, porque más allá del vértigo que produce el abismo, somos
materia en busca de un abrazo. Y, como hemos hecho tantos, lloré junto a su
tumba la tristeza de no volver a verlo. Enterramos a nuestros muertos pensando
que con ellos muere también una parte de nosotros mismos, una determinada
manera de pronunciar nuestro nombre, retazos de una historia hecha recuerdos.
Transcurre el tiempo (tres
días, tres meses, tres años) y, en un determinado momento, incomprensiblemente,
ciertos lugares parecen reavivar en nosotros aquella presencia tan amada.
Resuenan en lo profundo sus palabras, como el eco de una musiquilla que
creíamos olvidada. Comenzamos a revivir instantes y destellos de experiencias
compartidas. Y descubrimos con sorpresa que los consejos y enseñanzas de las
personas que amamos todavía nos acompañan, nos conforman e iluminan el camino.
Así debieron sentirlo los discípulos de Jesús (mi espíritu permanece con
vosotros), siendo en realidad una experiencia al alcance de todos. Y cuando
esto ocurre, nace en los labios (rebosa del corazón) la sonrisa cómplice y
serena de quien, al fin, comprende todo. Y sabe (porque lo ha experimentado)
que el milagro de la Vida que se entrega sin medida consiste en un irse dando
poco a poco, en un quedarse en los demás cada vez con mayor hondura, en un
dejar los corazones sembrados con la belleza de los encuentros.
También era esto, resucitar:
un reavivar muy dentro esa mirada que alguien (Alguien) nos regaló un día,
haciendo que ya nada volviera a ser lo mismo. Un abrirse a la certeza de un
Amor partido y repartido, capaz de inaugurar otra forma de comunión y de
presencia. Y un alegrarse sin medida y un agradecer el poder transformador de
ese Amor. Agradecer siempre. Porque, al cabo, ¿quién no ha tenido alguna vez
esta experiencia de resurrección?
María Teresa Sánchez Carmona
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