La palabra mística ha vuelto a
utilizarse, manifestando con ello lo que ahora se ha dado en llamar una
tendencia. No es que el término hubiera desaparecido, pero se usaba únicamente
para referirse a las experiencias de los grandes contemplativos del
cristianismo o de otras religiones. Hoy, al menos en ciertos medios, es una
palabra de uso común para caracterizar un componente esencial de una existencia
cristiana.
Es lo que anticipó la frase de
Karl Rahner, ya convertida en tópico, según la cual el cristiano del siglo XXI
sería un místico o no sería.
El teólogo alemán insistió
repetidamente en sus obras en el hecho de que, frente a la concepción del
teísmo corriente, Dios es el misterio absoluto. Dios habita en una luz
inaccesible, ningún ojo humano lo ha visto ni lo puede ver.
Y ¿cuál deberá ser, pues,
nuestra actitud ante ese Dios misterio? Teilhard de Chardin lo expresaba de
esta manera: “Perderse en el Insondable, sumergirse en el Inagotable, pacificarse
en el Incorruptible, absorberse en la inmensidad indefinida (…) darse a fondo a
Aquel que no tiene fondo”.
Es ya bien conocido que la
última frase del Tractatus de Wittgenstein asevera que “de lo que no se puede
hablar hay que callarse”. Pero precisamente eso de lo que, según el filósofo
austriaco, no puede hablarse es lo “místico”.
Parece, pues, cada vez más
claro que la religión es un instrumento para ayudar a hacer la experiencia de
ese Dios insondable y de la entrega a Él sin reservas. Y, en consecuencia, la
catequesis debería ser sobre todo una iniciación a la experiencia mística.
Lo decía el mismo Rahner,
hablando de la piedad del futuro: “la iniciación debe darnos una verdadera
´imagen de Dios`, a partir de la experiencia de que Dios es el incomprensible,
de que su incomprensibilidad crece cuanto mejor se le comprende, cuanto más se
acerca a nosotros su amor, que solo se convierte en nuestra felicidad cuando se
le adora y se le ama incondicionadamente. Pero tampoco basta un Dios lejano:
Dios no es lo contrapuesto a la cercanía del mundo, sino que está por encima
de estas contraposiciones. Esta iniciación nos debe enseñar a estar cerca de
Dios, a llamarle ´Tú`, a penetrar en su misterio, a no tener miedo de perderlo
mientras invocamos su nombre, porque Dios no está fuera de nosotros. Finalmente
esta iniciación debe mostrarnos cómo Jesús de Nazaret, el Crucificado y
Resucitado, forma parte de ella misma”.
Es que, si en esa invocación a
la mística el cristianismo coincide con otras religiones, a continuación juega
con una dialéctica en la que a Dios, a quien nadie ha visto, lo hemos
contemplado en Jesús. El Dios innombrable es nuestro Padre y lo que es invisible
e intangible lo hemos visto con nuestros ojos y tocado con nuestras manos.
Detrás de lo que acaba de
decirse está mi convencimiento de que sólo puede llegar a Jesús quien se ha
adentrado en ese camino de la mística. El mismo se quejaba de los que “tienen
ojos y no ven, tienen oídos y no oyen” es que estaba convencido de que sólo
podrían hacerlo los adoradores en espíritu y en verdad.
Sin ese acceso desde la
mística, muchos verán a Jesús únicamente como un predicador del amor a los
demás, una conclusión a la que veo con sorpresa que llegan ahora algunos
cristianos veteranos. Pero ciertamente no es difícil acabar en esa reducción
que elimina o seculariza frases y afirmaciones de Jesús o sus discípulos.
¿Cómo, si no es desde una experiencia profunda, puede afirmarse algo que parece
desmentido por la realidad, que “todas las cosas colaboran para el bien de los
que aman a Dios”? Lo mismo ocurre con la argumentación de Pablo sobre la cruz,
escándalo para los judíos, necedad para los gentiles pero para los creyentes
poder de Dios y sabiduría de Dios.
Parece que la mística se abre
camino. Como decía Thomas Merton: “Quizá sea muy importante, en nuestra época
de violencia e intranquilidad, redescubrir la meditación, el rezo intuitivo,
íntimo y silencioso, el silencio creativo cristiano”.
Carlos F. Barberá
Atrio
No hay comentarios:
Publicar un comentario