Hace unos días, se ha hecho
público un documento de la Comisión de la Doctrina de la Fe, de la Conferencia
Episcopal Española, que presenta lo que piensan (y quieren enseñar) los obispos
españoles sobre “Jesucristo, salvador del hombre y esperanza del mundo”. Según
parece, no todos nuestros obispos están de acuerdo con el contenido de ese
texto. Pero el hecho es que el documento se ha dado a conocer “oficialmente”.
Lo que ha provocado las lógicas e inevitables reacciones que se suelen producir
en estos casos. Desde quienes han elogiado el escrito de la Conferencia
Episcopal, hasta los que han lamentado la falta (o debilidad) de una más clara y
fuerte dimensión profética o la ausencia de la debida sensibilidad ante el
sufrimiento de los pobres.
Por supuesto, en un documento
que no es, ni puede ser, una “definición dogmática”, los cristianos podemos (y
debemos) sentirnos libres para expresar nuestro punto de vista, e incluso
nuestro desacuerdo, en aquellas cuestiones que no lesionen la fe de la Iglesia,
sino que, por el contrario, veamos que se trata de cuestiones importantes que
pueden fortalecer la fe y la vida cristiana.
Pues bien, supuesto lo dicho,
es comprensible que haya quienes echan de menos, en este documento episcopal,
el hecho de no destacar la misión profética de Jesús, que tan ampliamente
explican y repiten los evangelios. Y quizá más chocante resulta, que, en un
país y en una situación en la que el sufrimiento de los pobres se palpa
escandalosamente, nuestros obispos no hayan aprovechado la oportunidad que les
proporciona ahora mismo hablar y actualizar la misión de Jesús como “salvador”
y como “esperanza” precisamente para los que más sufren entre nosotros.
Pero siendo muy cierto lo que
–a mi limitado y corto entender– acabo de indicar, me parece que, en este
documento episcopal, se advierte algo que resulta mucho más preocupante, por
más que, a primera vista, mucha gente quizá no lo advierta. Me refiero a lo
siguiente: este escrito sobre Jesucristo, como Dios y como Salvador del mundo,
se podría haber escrito hace más de cincuenta o sesenta años, y (menos las
indicaciones a ciertos teólogos o papas de los últimos años) tendría la misma
actualidad entonces que ahora. Concretamente, en cuanto se refiere a los temas
centrales de la “Salvación” y de la “Esperanza”, que son los pilares del
documento, en él se repite, una vez más, lo que ya oía yo en mis lejanos
tiempos de estudiante de teología, allá por los años 40 y 50 del siglo pasado.
Estamos, pues, donde estábamos. El tiempo corre, todo cambia. Todo, menos la
teología. Y si la teología, en temas tan fundamentales, sigue estancada, eso
nos viene a decir que es la Iglesia jerárquica y docente la que se quedó
atascada en un tiempo, unos problemas y unas soluciones que ya no interesan a
casi nadie. ¿Y nos extraña que haya gente que se aleja de la Iglesia?
El fondo del asunto, me parece
a mí, está en que la cristología (el tratado de la teología que estudia a
Cristo) no ha tenido debidamente en cuenta una cuestión capital y, por tanto,
indispensable. El “saber cristológico no se constituye ni se transmite
primariamente” en determinados conceptos, ideas o especulaciones, sino en los
relatos de “seguimiento de Jesús” (J. B. Metz). Es decir, los primeros
discípulos y apóstoles, de los que nos hablan los evangelios, no aprendieron
cristología oyendo conferencias y estudiando libros, sino “viviendo con Jesús y
como vivió Jesús”. Según el Evangelio, quienes no renunciaron a todo, cargaron
con su cruz y se fueron con Jesús, pasando miedo y carencias, mucha escasez, y
afrontando la conflictividad que afrontó Jesús, quienes no fueron capaces de
eso, no se enteraron de quién era Jesús, ni tuvieron idea de lo que Jesús
quería, ni – por tanto – pudieron ser cristianos, al menos de forma incipiente.
Y es que Jesús no fue primordialmente un “dogma”, sino un “ciudadano” galileo,
un ser humano, que vivió entre las gentes de su pueblo, con los problemas que tenían
aquellas gentes. Y así, en la cercanía y la convivencia, enseñó quién es Dios y
cómo es Dios. Más aún, en su vida y en sus obras, pudimos descubrir a Dios, ver
a Dios, palpar la presencia del Dios que puede dar sentido a nuestras vidas. Y
así, nos aporta “salvación” y “esperanza”. Dicho de la forma más clara y
sencilla posible: Dios no se nos dio a conocer primordialmente en un “dogma”,
sino en su Hijo, despojado de toda dignidad, incluso la divina, y viviendo como
un “esclavo” (Fil 2, 7). Jesús, despojándose de toda dignidad, nos pudo dar a
conocer a Dios. O sea, desde lo humano, “lo ínfimamente humano”, nos dio a
conocer lo que los humanos podemos conocer de Dios.
Cuando la teología resulta ser
una “teología intemporal”, que puede ser igualmente válida para cualquier
tiempo y situación, semejante teología se incapacita para presentarse como la
revelación de Jesús, el Hijo de Dios, que nos reveló y nos sigue enseñando
dónde y cómo podemos y debemos encontrar al Dios y Padre de la misericordia, de
la justicia y de la bondad. Es el Jesús que nos dice cómo ahora, en el momento
que vivimos, podemos y debemos encontrar la Buena Noticia, el Evangelio que nos
hace más humanos y más creyentes.
José M. Castillo
¿El evangelio no es intemporal?¿ no somos nosotros los que tenemos que descubrir los signos de los tiempos?
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