Mónica
Cavallé
“Compare
usted la conciencia y su contenido con una nube. Usted está dentro de la nube,
mientras que yo la miro. Está usted perdido en ella, casi incapaz de ver la
punta de sus dedos, mientras que yo veo la nube y otras muchas nubes y también
el cielo azul, el sol, la luna y las estrellas. La realidad es una para
nosotros dos, pero para usted es una prisión y para mí un hogar”.
(Nisargadatta).
Describiremos
algunos frutos de esta atestiguación:
La impersonalidad. Para
nosotros, occidentales, la palabra “impersonalidad” suele tener evocaciones
negativas.
Puesto
que hemos concedido un valor absoluto a nuestra personalidad, asociamos la
palabra “impersonal” a la anulación de lo que más estimamos: nuestra persona,
nuestra individualidad. Efectivamente, la palabra “impersonalidad” tiene una
acepción negativa: denominamos así a aquello que diluye la persona, que
“despersonaliza”. Pero esta palabra puede tener otra acepción, la que ha tenido
para la sabiduría; en este segundo sentido no es sinónimo de “infra-personal”
sino todo lo contrario, de “trans-personal”; no alude a aquello que niega o
diluye la persona, sino a lo que la supera –sin negarla- porque es más
originario que ella. La sabiduría nos dice que lo impersonal es el sustrato y
la realidad íntima de lo personal; que no lo excluye, sino que lo sostiene;
que, por eso, para ser plenamente personales tenemos que ser plenamente
impersonales.
[…]
Es dejar de otorgar un valor absoluto a lo que llamamos “mi cuerpo, mis
pensamientos, mis emociones, mis acciones, mi vida, mi persona…”; comprender lo
ridícula y miope que es nuestra tendencia a hacer que el mundo orbite en torno
a nuestro limitado argumento vital –el definido por nuestro yo superficial-.
Equivale a cesar de dramatizar nuestras experiencias, de ver el mundo como el
mero telón de fondo de dicho drama, y a las demás personas como los actores
secundarios del mismo. Es sentir que las alegrías y los dolores de los demás
son tan nuestros como nuestros dolores y alegrías, que el cuerpo cósmico es tan
nuestro como nuestro propio cuerpo; desistir de ser los protagonistas de
nuestra particular “novela” vital, para convertirnos en los espectadores
maravillados, apasionados y desapegados a la vez, del drama de la vida cósmica,
del único drama, de la única Vida.
El
Testigo nos sitúa directamente en el foco central de nuestra identidad. Ahí
somos presencia lúcida, atenta, consciente, que es una con todo lo que es. Esta
Presencia lúcida que constituye nuestra Identidad central es la misma en todo
ser humano. Es nuestra Identidad real, pues es lo permanente y auto-idéntico,
mientras que nuestro cuerpo-mente no hace más que cambiar. Esa Identidad
central nada tiene que ver con la pseudoidentidad que depende de algo tan
frágil y fraudulento como la memoria.
El amor incondicional.
Saber que la aceptación incondicional es nuestra verdadera naturaleza es
sabernos un abrazo dado a todo lo que es. La naturaleza del Testigo es el Amor.
El yo superficial, intrínsecamente divisor y separativo, no puede amar, aunque
así lo crea.
La libertad interior. Si
soy mi sufrimiento, este me poseerá y me abrumará. Si soy mi ansiedad me
sentiré totalmente perdido cuando me sienta ansioso. Al confundirme con mis
sentimientos, positivos o negativos, me moveré con ellos y viviré en una
montaña rusa emocional, me será imposible alcanzar la paz y la estabilidad. Por
el contrario, si no me identifico con lo que experimento, ni tampoco lo
resisto, advertiré que el sufrimiento no es la naturaleza interna de ninguna
experiencia, sino el resultado de mi deseo de retenerla o de negarla.
Descubriré que, en mi más íntima verdad, soy libre.
La transformación. El
Testigo no busca ni pretende nada, ni siquiera busca directamente el cambio y
la mejora; por eso puede descansar totalmente en el presente. El yo superficial,
por el contrario, experimenta constantemente el contraste entre “lo que cree
ser” y “lo que cree que debería llegar a ser”; se considera básicamente
incompleto, y por eso solo se siente ser a través de la tensión, la lucha y la
búsqueda constante de logros y resultados futuros.
No
hay nada que pueda parecer más contrario a nuestro sentido común y a nuestras
creencias más arraigadas que la idea de que, en ocasiones, el empeño de ser
mejores puede ser contraproducente. Pero la experiencia del Testigo nos
proporciona una profunda revelación: cuando aceptamos “lo que hay”, “lo que
es”, es decir, cuando otorgamos a todo una atención incondicional, también a lo
que solemos calificar de negativo, experimentamos las más revolucionarias
transformaciones. […]
La
aceptación –entendida no como resignación, sino como la acción del Testigo- es
la fuente por excelencia de la transformación, del crecimiento y del cambio
profundos. Paradójicamente, cambiamos de forma más radical cuando no nos
centramos obsesivamente en el cambio, ni determinamos de antemano cuál será su
curso. […].
La comprensión. La
aceptación es la fuente de la transformación, y también de la comprensión. Como
ya explicamos […], esta comprensión no ha de confundirse con la
pseudocomprensión meramente intelectual. A diferencia de esta última, la
comprensión de la que hablamos acontece cuando nos relajamos con relación a
algo (y ni siquiera pretendemos entenderlo); es una consecuencia directa de la
aceptación y de la transformación que esta conlleva.
Para
aceptar no es preciso entender. El Testigo acepta lo que hay, la experiencia
presente. Esta experiencia presente puede ser de ignorancia o de confusión.
Ahora bien, paradójicamente, esta aceptación de todo –también de la propia
ignorancia y confusión- propicia una actitud de lucidez desimplicada y
objetiva, favorecedora de la comprensión. La aceptación nos hace más
penetrantes; permite que aflore la visión.
(Mónica
CAVALLÉ, La sabiduría recobrada. Filosofía como terapia, Oberon, Barcelona
2002, pp.213-217; editada posteriormente en Kairós, Barcelona 2011).
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