Todo el mundo tiene una idea
de lo que necesita para ser feliz, pero esa idea no es necesariamente correcta.
La ciencia ha tratado de
identificar los ingredientes de la felicidad.
Imaginemos por un momento que
somos periodistas y, como nos ha tocado cubrir un móvil de TV en el Día de la
Felicidad, realizamos una encuesta callejera preguntando a cada uno cómo
creería alcanzarla. Así, nos topamos con respuestas del tipo: con unas
vacaciones en una playa del Caribe, con una suma grande de dinero, a través de
un prestigioso premio o de una impresionante conquista amorosa. Pero, a la
quinta respuesta, traicionados por nuestra vocación, agregamos una consigna
para otorgarle mayor intriga y fervor al asunto: ¿Y después de eso qué? ¿Cuánto
crees que te duraría esa felicidad? En esta breve postal imaginaria se
despliegan tres de claves que podemos abordar para reflexionar hoy en estos
breves renglones sobre el valor de la felicidad: ¿De qué se trata? ¿Por qué nos
ocurre? ¿De qué manera se nos da?
Sabemos que el cerebro dicta
toda nuestra actividad mental. Es por eso que, aunque resulte recurrente,
debemos decir que también la felicidad depende de él. Aunque la felicidad y el
bienestar son conceptos íntimos y personales podemos comenzar dando cuenta de
lo que le pasa a nuestro cerebro cuando estamos felices. Hace tiempo se sabe
que el deseo y el placer evidencian cambios en la actividad neuronal y el flujo
de ciertos neurotransmisores (como la dopamina) en los sistemas de recompensa
del cerebro. Diversos estudios demuestran que, cuando disminuye la dopamina en
el cerebro, puede experimentarse una pérdida de la capacidad de deseo y placer.
Asimismo, cuando el cerebro no recibe estímulos placenteros, se produce un
déficit de dopamina, provocando un estado de anhedonia, polo opuesto a la
felicidad. Los niveles de dopamina inferiores a lo normal, que pueden estar
relacionados con escasos momentos de satisfacción, provocan trastornos en los
mecanismos de atención y concentración. También puede observarse falta de
motivación y escasa respuesta a las recompensas.
Ahora bien, más allá de lo que
nos pasa en la cabeza, la pregunta es cómo logramos que esa felicidad nos
ocurra. Todos tenemos proyectos y motivaciones que nos producen preocupaciones
cotidianas, esfuerzos y, en algunos casos, angustia: esto es lo que denominamos
“circunstancias de la vida”, es decir, factores del mundo externo. Muchas
personas logran sus objetivos y creen (quizá por eso lo persigan) que por el
hecho de conseguir el objetivo ansiado van a ser más felices y se van a relajar
sus preocupaciones y angustias. Lamentablemente, esto no suele suceder:
logramos un objetivo e inmediatamente después de la satisfacción de un tiempo
(puede ser una hora, un día, un año), empezamos a desear algo más: el que ganó
uno quiere dos, el que pasó una quincena en la playa ahora desea un mes, el que
recibió el premio nacional quiere el continental y el del continental, quiere
el mundial. Una buena opción es, más que pensar que uno va a ser feliz cuando
consiga lo que le falta, sea pensar que se es feliz por todo lo que se tiene.
Pero esto, aunque parezca sencillo, también requiere de cierta predisposición y
entrenamiento.
La felicidad no equivale al
hedonismo, a la presencia de placer y a la ausencia de dolor
Diversos investigadores del
nuevo campo de la Psicología Positiva han avanzado mucho en la respuesta
mediante investigaciones científicas medibles, controladas y reproducibles. La
felicidad no equivale al hedonismo, a la presencia de placer y a la ausencia de
dolor. Martin Seligman de la Universidad de Pennsylvania, pionero de la
Psicología Positiva, propuso una teoría del bienestar –una descripción de lo
que significa la felicidad– a partir de decenas de investigaciones, en la que
lo describe como un constructo con cinco elementos. Cada uno de estos
contribuye al estado de felicidad y tiene tres propiedades: favorece el
bienestar, las personas lo buscan como fin en sí mismo (otorga placer o sentido
a la vida) y se pueden medir independientemente de los otros elementos. Hagamos
un breve repaso de estos cinco elementos:
La emoción positiva. Esto es
el placer, el éxtasis, la comodidad y el aspecto más hedónico de la vida (por
ejemplo, lo que nos produce la comida, el sexo, descansar, mirar la televisión,
sentir el agua caliente de la ducha caer en el cuerpo). La mayoría de las
personas suelen asociar esto a la felicidad y, sin embargo, es solo un aspecto.
El fluir (flow). Es un estado
psicológico específico que experimentamos cuando hacemos una tarea que nos
apasiona (conversar con un amigo, practicar un deporte o jugar en la
computadora). Durante esas actividades suceden sobre todo dos cosas: una es que
perdemos la noción del tiempo; la otra cosa es que perdemos noción de nosotros
mismos. Esto sucede porque baja la ansiedad y el estado de alerta. Para que
exista el flow tiene que haber un desafío u objetivo, que no sea muy grande,
porque nos abrumaría, ni un desafío muy bajo, porque nos aburriría.
El sentido. Este resulta de
hacer una tarea significativa por los demás, desde pasar tiempo con la familia
hasta involucrarse en una ONG o ayudar al prójimo en el día a día. Significa
encontrar un sentido o propósito a la vida más allá de uno.
Los logros, el éxito y la
experticia. Esto, sin dudas, es algo que ocupa la mente de muchas personas
durante gran parte del día. Como ya vimos, ciertos logros no traen
necesariamente el aumento de felicidad que se espera, aunque la ciencia
encontró que hay personas para las cuales sí funciona y es porque pueden venir
acompañados, aunque no siempre, de emoción positiva, flow y sentido.
Relaciones positivas. El
estudio más largo de la psicología es de la Universidad de Harvard y se trata
justamente sobre la felicidad. Se hicieron encuestas a distintas personas cada dos
años para ver qué circunstancias y actitudes hacía que mejorara o empeorara su
calidad de vida. Los resultados del 2015 (qué reúne los resultados de los 75
años) arrojaron que uno de los factores más importantes es cuánto disfrutaban
de las relaciones más íntimas.
Somos animales sociales, por
lo cual las cosas que más nos dan sentido, flow, placer, orgullo y confianza
suelen involucrar a otras personas. Sonja Lyubomirsky, profesora de la
Universidad de California en Riverside, ha dedicado su carrera a medir
científicamente el impacto de distintas estrategias y tareas en el aumento de
la felicidad. En su libro La ciencia de la felicidad resume un programa
específico para aumentar la felicidad duradera. Según las investigaciones, a
partir de estudios que comparan gemelos y mellizos, aproximadamente un 50% de
la felicidad de una persona suele deberse a predisposiciones genéticas. Estos
estudios muestran que las influencias genéticas generan personalidades con
distintos niveles de optimismo, alegría, neurosis, extroversión, etc.
Un 50% de la felicidad de una
persona suele deberse a predisposiciones genéticas
Por lo tanto, todos solemos
desarrollar personalidades que tienden a más o menos al bienestar, ya que deben
existir ciertas condiciones ambientales para que los genes se pongan de
manifiesto. Por otro lado, un 10% de nuestra felicidad puede ser mejorada por
la circunstancias de la vida que vimos anteriormente como ganar más dinero o
conseguir un logro profesional (mucho menos de lo que nos hubiéramos imaginado,
¿no?). El 40% restante está influido por las intenciones y la voluntad, la
manera de encarar la amplia variedad de cosas que nos suceden en el día y en la
vida: la voluntad de ver positivamente las cosas, de hacer las tareas que
incrementan el flow y ayudan a los demás.
En relación a esto,
Lyubomirsky esboza una serie de actividades que han probado aumentar el nivel
de felicidad cuando son practicadas frecuentemente. Por ejemplo, como dijimos
al principio, en vez de preocuparnos sobre qué nos falta o qué nos puede pasar,
debemos pensar por qué cosas estamos agradecidos. La biología seleccionó
animales con una fuerte dosis de ansiedad y preocupación, ya que aquellos que
más intentaban anticipar los riesgos del mundo más sobrevivían. Los avances de
la medicina, de la tecnología y de la psicología deberían permitir comenzar a
relajarnos y disfrutar de lo que conseguimos hasta acá. El ejercicio físico
también es fundamental, ya que reduce el estrés. El estudio longitudinal de
Harvard mostró que el 78% de las personas más felices dicen que ejercitan por
lo menos tres veces por semana. Los deportes además pueden ser una fuente para
construir un sentido de pertenencia a un grupo y un factor para desarrollar
confianza. Sin duda, entrenar el cuerpo sirve para entrenar la mente. Por
último, otra habilidad a entrenar es el optimismo: tiene que ver con pensar que
uno es suficientemente bueno e inteligente y que, además, está aprendiendo, por
lo que hay espacio para cometer errores. Este optimismo, a su vez, lleva a que
efectivamente logremos mejores resultados. Desde los estudios neurocientíficos
también se plantea la relevancia de vivir con alegría y así trabajar en pos de
modular nuestra propia neuroplasticidad dirigida hacia la felicidad.
Un cerebro infeliz es un cerebro
menos inteligente, menos creativo y menos productivo. La felicidad, además, es
un factor de protección contra enfermedades de diversa índole: los niveles más
altos de emociones positivas se asocian a menores posibilidades de ansiedad o
depresión asociados al estrés. Las personas, cuando se sienten bien, se
enferman menos, viven más y tiene una mejor calidad de vida. Hagamos de la
felicidad un ejercicio cotidiano.
Facundo Manes es neurólogo y
neurocientífico (PhD in Sciences, Cambridge University). Es presidente de la
World Federation of Neurology Research Group on Aphasia, Dementia and Cognitive
Disorders y Profesor de Neurología y Neurociencias Cognitivas en la Universidad
Favaloro (Argentina), University of California, San Francisco, University of
South Carolina (USA), Macquarie University (Australia)
El País, marzo de 2016
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