Con frecuencia notamos que, a
la hora de expresar nuestras vivencias, las palabras se nos quedan muy pobres.
O resultan ambiguas. Que sea así parece inevitable: tanto la palabra como el
concepto son incapaces de dar razón de toda la riqueza y amplitud de lo real.
El motivo es muy simple: al
pensar y al nombrar algo, inevitablemente lo objetivamos; dado que la mente y
la palabra funcionan a partir de un modelo dual, todo aquello a lo que nos
referimos queda irremediablemente convertido en “objeto” separado. Con el
añadido de que ese objeto, así delimitado, es visto y nombrado desde una
perspectiva concreta, quedando otras relegadas. La conclusión es patente: El
acercamiento mental a lo real es siempre objetivante, separador y parcial
(relativo).
Si bien todas las palabras
participan de ese carácter pobre y ambiguo, algunas de ellas parecen haber sido
especialmente “maltratadas” por un uso tan excesivo como inadecuado. Cuando eso
ocurre, terminan vacías de significado –por ejemplo, ¿qué decimos cuando
decimos “amor”?- o provocan automáticamente malestar o rechazo.
Ahí entra la palabra
“espiritualidad”. Y eso mismo parece haber sucedido con la palabra “Dios”, tal
como reconocía Martin Buber: “«Dios»…
Ninguna palabra ha sido tan manchada ni machacada… Generaciones de
hombres han rasgado la palabra con sus partidismos religiosos; han matado o
muerto por ella; lleva las huellas digitales y la sangre de todos ellos”.
En no pocos ambientes, la
palabra “Dios” provoca incomodidad, malestar o rechazo. Porque en muchos oídos
suena a engaño, manipulación, mentira u opresión: lo que, debido a ella, han
padecido muchas personas.
Frente a esos equívocos, es
bueno empezar reconociendo algo elemental: la palabra “Dios” no es Dios. No se
está necesariamente más cerca de “Dios” por utilizar ese término. Y quizás
necesitemos dejar de usarlo para poder rescatar su contenido.
Ante el Misterio, parece que
la actitud adecuada pasa por recuperar el Silencio, el Asombro, la Admiración,
la Adoración, la Gratitud, el Sobrecogimiento, la Unidad de todo, el Amor…,
para dejarnos contagiar por él, percibir que nos constituye –el Misterio es la
Mismidad de todo lo que es– y dejarnos vivir la Amplitud en la que nos
reconocemos.
Enrique Martínez Lozano
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