EL CUERPO Y LA ORACIÓN[1]
Esos innumerables hindúes, al amanecer, en las riberas del
Ganges, de pié, perfectamente inmóviles, con los ojos cerrados… ¿Cómo dudar,
viéndoles, que el cuerpo desempeña una función en la oración? Sí, es seguro, el
cuerpo mismo pide también orar; aspira a Dios: “Mi corazón y mi carne claman ansiosos por el Dios viviente.” (Salmo 84, 3). El testimonio prueba que todos los que, un
día, tuvieron la buena idea de recurrir e él, lo han encontrado totalmente
dispuesto a colaborar. Y yo sé que, a veces, cuando el alma está muy agobiada, son
felices dejándole que actúe: “Señor como no puedo pensar en ti ni puedo
hablarte, al menos escucha el lenguaje de mi cuerpo prosternado” Pero ¿cómo se les puede ocurrir la idea de asociar la
oración al cuerpo a los que piensan mal de él? En primer lugar basta con pensar
bien. En realidad el hombre es una unidad, un cuerpo animado, un alma
encarnada, es un todo. No diré “el cuerpo que tengo” sino “el cuerpo que soy”.
El cuerpo es la cara visible de la persona: es “yo que actúo”, “yo que estoy
presente”, “yo quien me expreso”
Pero pensar bien no es suficiente, es preciso actuar en
consecuencia: no tratar el cuerpo con ligereza. Decimos que hay que amarle:
está incluido en el deber urgente de amarse a sí mismo. Y primero cuidarle:
velar por el alimento, la higiene, el reposo, el sueño, el ejercicio físico, el
deporte… ¡Cuántos pecados, faltas por omisión, en este dominio y nunca se
reprochan! Pero subamos un escalón: es preciso educarlo con inteligencia,
paciencia, perseverancia, es decir corregir sus defectos y cultivar sus
virtudes. Mejor aún, es preciso “habitar el propio cuerpo”, realizar el
“matrimonio del cuerpo con el espíritu”, aunque la expresión no dirá nada al
que no ha hecho esta experiencia vital. Más alta aún está la ambición del
cristiano: para él se trata de adquirir un “cuerpo espiritual” (1Co, 15, 44),
totalmente “impregnado” del Espíritu Santo. A los mismos corintios, San Pablo
les propone este increíble ideal: “El cuerpo es para el Señor, y el Señor para
el cuerpo” (1 Co 6, 13). Pero en verdad ¿es esto tan sorprendente siendo que el
cristiano se nutre del cuerpo resucitado de Cristo?
Pero la mayor vocación del cuerpo es la de ser un lenguaje,
lo cual se comprende de manera conmovedora a la cabecera de un ser querido que
ha perdido el uso de la palabra y de sus miembros. Poner en práctica los
recursos del cuerpo para expresar la vida profunda es un gran arte; es verdad
en las relaciones humanas, no es menos cierto en las relaciones con Dios. A
cada uno le corresponde descubrir las que mejor responden a su oración íntima,
siguiendo sus disposiciones actuales. ¡Qué deseable es que el hombre de oración
alcance esta sinfonía del cuerpo y del espíritu! Todavía debe estar convencido
de que es posible, quererla y ejercitarse en ella. Pero es evidente que se
puede orar, e incluso hacer una oración admirable en los trastornos y
enfermedades. Con el cuerpo torturado por el sufrimiento, se nos ofrece otra
forma de participar en la oración, la de Cristo en la cruz. Sano o enfermo,
feliz de vivir o dolorido, el cuerpo debe ser como una custodia para el alma que ora, una transparencia de
Dios: “Glorificad entonces a Dios en
vuestros cuerpos”, escribía San Pablo a
los corintios (1 Co 6, 20). Y a los romanos (Rm. 12, 1): “Por lo tanto, hermanos, yo os exhorto por la
misericordia de Dios a ofrecer vuestro cuerpo (es la palabra cuerpo la que está
en el texto griego) como hostia viva, santa, agradable a Dios: este es el culto
espiritual que debéis ofrecer.”
Henri Caffarel
[1] Texto traducido de la Lettre nº 214
de los END de Francia (pgs. 32-33) que a su vez cita los « Cahiers sur
l’Oraison » n° 116 - mars-avril 1971 - Numéro spécial « Le Corps et la
Prière »
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