[O lo que hay detrás de los
gritos]
Vivo en el campo desde hace
muchos años y mis oídos están habituados a un sonido ambiente muy distinto del
de las ciudades. No es que el campo sea, como muchos creen, un lugar de
silencio, más bien al contrario. Pero se trata de una gama amplia y diversa de
ruidos (el balido de las ovejas, el canto de los pájaros), carentes de esa
densidad machacona de los de la gran ciudad.
Por eso, cuando tengo niños como
invitados acabo trastornada por el volumen altísimo de sus voces. “¡Tía!”, me
gritaba un día un sobrino como si yo anduviese por la cima de una montaña
cuando, en realidad, estaba sentada a su lado. Le contesté: “Nathan, dosifica
un poco esos pulmones para cuando la tía tenga 90 años. De momento, te oigo
estupendamente” De esta forma le enseñé a moderar el volumen. Pero, teniendo en
cuenta que este desfase tonal es común a mis huéspedes más jóvenes, me pregunto
por qué tantos niños gritan en lugar de hablar.
Es verdad que los ruidos que los
invaden son atronadores. Es probable que en casa tengan que competir con la
televisión y otros aparatos; y en la guardería, para hacerse oír, deberán
elevar su voz sobre la de sus compañeros. También es posible que griten para
captar la atención de sus madres y padres, absortos a menudo en sus tabletas,
sus teléfonos y sus ordenadores. De hecho, entre los grandes simios, las
señales auditivas sirven a los cachorros para comunicarse con sus madres si
están fuera de su campo de visión. Es como si dijeran: “¡Hola, que estoy
aquí!”. “¡Que estoy aquí” es lo que nos están diciendo nuestros pequeños y en
el tono excesivamente alto de su voz no hay alegría o libertad, sino más bien
desesperación.
La sociedad tiende a concederles
todo a nuestros hijos. Pero, ¿cuántas veces sabemos ver de veras a los niños
que viven con nosotros, entendiendo por “ver” no un simple mirar su aspecto
exterior, sino ser capaces de entrar en sus corazones? Corazones pequeños, sí,
pero susceptibles ya seguramente de grandes inseguridades, de angustias y
tormentos. Hace falta respeto para asomarse a un corazón; hacen falta atención
y capacidad de escucha... Y, además de escucharles, también debemos ser capaces
de hacerles preguntas, para ayudar a que se disipen esas nubes oscuras que a
veces cubren sus corazones y para poder ensayar una respuesta a las grandes
interrogantes que se formulan: “¿Quién soy?”, “¿de dónde vengo?”, “¿adónde
voy?”.
Esperar a que crezcan para afrontar
estas preguntas es como empezar a construir la casa por el tejado, sin haber
puesto los cimientos ni haber levantado las paredes. Pero, claro, si nosotros
mismos no nos cuestionamos estas cosas, si vivimos sin pararnos a reflexionar,
será muy difícil que dejen de gritar los pequeños. Como todo cachorro, los
niños necesitan tener claras las “reglas del juego”. Si nunca nos hemos
preguntado cuáles son, ¿cómo vamos a esperar que ellos tengan una actitud
serena y tranquila?
Susanna Tamaro, periodista y escritora
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