La palabra de Dios suena en el tiempo
La palabra de Dios
resbala por las piedras y me llega
a través de los hombres,
acomodada por sus manos, fría,
extrañamente turbia, inexplicable.
La palabra de Dios suena en el viento.
Tu palabra, Señor, como una lágrima
que suspende tu mano sobre mí,
se queda por el aire
a mis alzados brazos imposible.
Desde el barro, mi solo consejero,
levanto una columna de preguntas
sosegadas y oscuras como un humo
que hasta Ti asciende ingrave
manchando la pared de la mañana.
Tú tenías la voz innumerable
lo mismo que la lluvia
y oficio de la tierra era mojarse.
Tú tenías la voz alegre y blanca
de la lluvia tendida por las piedras.
¿Qué ha pasado, Señor, después de aquello?
¿Qué me ha pasado a mí que no te entiendo?
¿Y a Ti que te ha pasado?
¿Qué ríos o qué espadas se han alzado
cortándome, ahogándome tu lluvia?
¿Por qué dejaste tu palabra oscura?
Remotamente duro es tu silencio,
callas como una estrella.
(Dios sigue estando claro, pero arriba)
Señor, yo no tengo más que miedo.
Necesito que grites,
quiero tu resplandor sobre mi frente
o en el hombre tu mano azul y eterna.
Quiero vestirme de palabra tuya
para andar abrigado hasta tu tiempo.
Cuando Dios nada dice es que algo pasa.
¡Con silencio de nieve sobre nieve,
la palabra de Dios está cayendo!
Compréndeme, Señor,
te ando buscando a ciegas
y hasta mis labios viene
tu ruidoso silencio inmerecido.
En esta oscura búsqueda no encuentro
ni manos que me lleven
ni viejas catedrales que me sirvan.
Contra esto nada sirve,
quizá el camino andado de quererte…
Y en mi insignificante trascendencia,
levanto un haz de sangre o de preguntas
y un eco de silencio me responde.
La inextinguible duda se me ha vuelto
incertidumbre crónica y dormida.
Testimonio de Ti son estos gritos
y esta terca esperanza que sostengo
en la aplazada tierra de mis brazos.
Latente, inexorable,
¿acaso miro a Dios pensando al Tiempo?
Me surgen las preguntas exentas de reproche
porque, después de todo,
Tú me diste esta voz con que te llamo.
Alguna vez, Señor, ¡gracias a Dios!
todo se olvida y crezco en el presente.
Roja paz de la tierra con destino de nada
y el alma candidata a permanencia.
Entonces me dan ganas de hablarte de mis cosas.
De nimios pormenores de mi vida
de criatura de Dios, contigo a cuestas:
de la pequeña historia de mi sangre,
de la territorial desesperanza
de este desconocido en el que habito,
de mi roja alegría inconsecuente,
de todo lo que pienso.
Porque es mucho misterio para un hombre
este que transportamos por la frente.
Exiliados de Ti, siempre ignorantes,
sintiendo tu inminente lejanía,
ni las cosas del mundo conocemos.
La sed, ¿es un silencio propagado
que convierte los pájaros en tierra?,
y el agua, ¿es un milagro demasiado
visible y repetido?
Porque uno sabe menos cada día.
Y Tú estás a lo tuyo:
organizando estrellas,
decretando la lluvia,
ordenando crecer a tantos árboles,
como si nada…
De todo quiero hablarte,
incluso del cristal de mi “Dios mío”
siempre en los labios frágil y purísimo.
(Tú no puedes decir nunca “Dios mío”)
Antes que vuelva al barro y me transforme
en tierra oscura y patria,
antes que se conviertan estos huesos
en minería de la muerte,
yo, próxima materia de la gleba,
quiero saber de Ti por tu palabra.
Cuando Tú me inaugures
una inmortal costumbre decisiva,
cuando la sangre cese
y te entregue esta muerte hereditaria,
me enteraré de todo.
Mientras, aquí me tienes,
ocupado yo solo en mi consuelo,
equivocándome, intentando nada,
atareado con este de vivir…
Manuel Alcántara.
Bello poema. La Palabra de Dios es la que cala en una vida llena de vida. Setarcos
ResponderEliminar