Domingo
XIV Tiempo Ordinario
Evangelio
de Mateo 11, 25-30
En
aquel tiempo, Jesús exclamó:
Te
doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a
sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla.
Sí,
Padre, así te ha parecido mejor.
Todo
me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie
conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Venid
a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré.
Cargad
con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
encontraréis vuestro descanso.
Porque
mi yugo es llevadero y mi carga ligera.
El evangelio de este
domingo nos invita a poner atención en tres palabras: humildad, sencillez y
gratitud.
A las cosas de Dios hay
que llegar desde la humildad. Quien se empeña en entender con la razón la
existencia y la justicia de Dios es fácil que acabe o por no entender nada o
por negar al mismo Dios. Somos, como personas, seres llenos de grandezas, pero
nuestro entendimiento no llega a explicar científicamente a Dios. Ahí están, a
lo largo de la historia, personas dotadas de una gran inteligencia que han
acabado negando a Dios porque han creído que es una pura construcción humana. ¡Qué
ciegos están! Seguramente no disponían de la humildad necesaria para aceptar
que llegamos hasta donde llegamos.
Porque, quizás, las
cosas de Dios son más sencillas de lo que pretendemos. Mejor aún,
a las cosas de Dios se llega desde la sencillez. ¿Quién no entiende un
abrazo o un beso? ¿Quién no entiende la belleza de una flor o la maravilla de
un atardecer? ¿Cómo explico esa caricia en el momento justo que la necesitaba?
¿Alguien puede explicar la alegría que es ver el nacimiento de un hijo? No
hacen falta explicaciones, ni hacen falta discursos. Esas maravillas se sienten
y penetran dentro. Así ocurre en las cosas de Dios. A Dios se le siente. Y eso
es suficiente, porque eso llena. Pero hay que quererlo. Quien se niegue a
sentirlo no lo integrará.
La tercera palabra es
gratitud. Lo explicamos con un cuento antiguo:
En una ocasión, Satanás presentó, en una
exposición, todas las herramientas que utilizaba para engañar a los humanos,
manteniéndolos en la oscuridad y el sufrimiento.
Un
viejo ermitaño, que no vivía lejos del lugar, decidió acercarse para conocer de
cerca las artimañas del mal. Una vez en la sala, le llamó la atención el hecho
de que, mientras en las diversas paredes colgaban multitud de herramientas
diabólicas, la pared más extensa estaba dedicada a una sola de ellas, por lo
que destacaba exageradamente a simple vista. Intrigado, el ermitaño se acercó
más y pudo leer el nombre de semejante arma: “DESALIENTO”.
Más
intrigado todavía, se acercó a Satanás y le preguntó: “¿Tan poderoso es el desaliento?”.
A lo que el demonio le contestó: “Es mi arma más eficaz: si consigues que una
persona se desanime, puedes conducirla hasta donde desees”.
A
partir de ese momento, el anciano no descansó hasta conseguir algún antídoto
frente al desaliento. Y, a fuerza de insistir, pese a la negativa inicial de
Satanás, este le contestó: “Solo existe un antídoto para el desaliento: la
gratitud. Quien la vive, no se desanimará jamás”.
El des-aliento o
des-ánimo aluden a la pérdida del “espíritu” (aliento, ánimo) de la persona, por eso produce efectos tan nocivos. En cambio
la gratitud nace de la conexión con la Vida, que nos alienta en todo momento.
Conclusión: Dios es de
todos y para todos, pero si quieres sentirlo prueba a practicar la humildad, la sencillez
y la gratitud.
H y MN
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