Decidí llenar mi joven huerto
de toda clase de hortalizas. De verdes repollos y acelgas, de moradas lombardas
y patatas, de rojos pimientos, de diminutos garbanzos, de alegres lechugas y
cebollas, de las siempre agradecidas calabazas y de ricos calabacines.
Junto a ellos una docena de
girasoles, con el sólo deseo de que alegraran mi vista y fueran alimento
sabroso de los pájaros al finalizar los días cálidos.
Al despedirse este verano
puedo deciros que la cosecha ha sido generosa y que aún en pie permanecen
varios girasoles en espera de ser
degustados por las aves del lugar.
Cada día que visito mi pequeño
huerto ellos me esperan para regalarme sus melodías y saludarme el despertar
del nuevo día con sus voces de esperanza.
Mis doce girasoles son mi
forma sencilla y tímida de agradecer la lluvia del cielo, el calor de lo alto,
la amistad de la tierra y tantas otras cosas buenas que a diario la vida nos
regala, sin pedir nada.
Todavía sigo rumiando las
lecciones de mi pequeño huerto que ha llenado de callos de mis suaves manos.
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