Todos buscamos poseer cosas, a ser posible que sean gratis
al calor del conocido dicho de que, sin esfuerzo o sin un precio a pagar, todo
sabe mejor; de ahí que la manzana robada siempre resulte tan apetitosa ¿Qué son
las rebajas más que un negocio en el que nos ofertan llevarnos parte de lo que
compramos sin pagar?
Conseguir un buen precio puede ser mayor victoria que el
propio artículo comprado. Pero la cosa se complica cuando asociamos lo barato
con lo mediocre, y lo caro como sinónimo de valioso. Y de esto se alimenta la
poderosa industria del lujo a base de insuflarnos este tipo de esquemas hacia
el poder aparente del consumismo. Lo paradójico es que todos los días tenemos
al alcance de la mano un gran número de experiencias estupendas que no nos han
costado ningún esfuerzo: nadie se gana la visión de la luna llena o se merece
una puesta de sol maravillosa en verano; gozar de buena salud, de las personas
que nos quieren por lo que somos y no por lo que tenemos, disfrutar de un sueño
reparador… Hemos perdido la capacidad de admirarnos con las maravillas
cotidianas y de valorar en su justa medida a las buenas personas que jalonan
nuestra vida. No hay como caer enfermo o sufrir el azote del paro o la soledad
para ordenar el chip de las prioridades...
Ansiamos muchas cosas pero, curiosamente, las esenciales no
se logran con dinero, tal como lo resume este proverbio oriental: “El dinero
puede comprar una casa, pero no un hogar. El dinero puede comprar un reloj,
pero no el tiempo. El dinero puede comprar una cama, pero no el sueño. El
dinero puede comprar un médico, pero no la salud. El dinero puede comprar una
posición, pero no el respeto y la aceptación. El dinero puede comprar sangre,
pero no la vida”.
Sabemos estas cosas de sobra, pero la presión del día a día
no deja el espacio necesario dejarnos trabajar sin la presión del frenesí de
las prisas, espoleados como estamos por una publicidad agresiva y omnipresente
que empuja en dirección contraria. Al final descubrimos que lo fiamos casi todo
a la seguridad del dinero y del poder, incluso cuando se trata de realidades
tan poco ligadas al vil metal, pero radicalmente esenciales, como la paz, la
alegría, el amor.
Las olas nos van llevando hasta confundir lo apetecible con
lo verdaderamente necesario. En pleno verano ya, a ver si somos capaces de
cumplir los buenos propósitos de cargar las pilas que nos humanizan, pero
sabiendo que muchas personas no van a poder descansar, aunque sea un derecho
elemental. Dios es el primero que desea unas felices vacaciones porque
necesitamos el descanso tanto el físico como el anímico; algunos no aprenden a
desconectar por un sentido consumista del tiempo, como si esto fuese algo malo,
engullidos por el trabajo muy mal entendido. Otros no pueden porque sus dolores
no se lo permiten. Y un tercer grupo de personas lo fían todo al consumismo,
como si gastar más dinero en vacaciones garantizase el descanso que tanto
necesitamos, cosa que no es verdad, ni remotamente.
Como buen maestro, Cristo nos muestra que descansar es un
derecho y un deber. Ya en el Génesis 2, Dios fue el primero en hablarnos del
descanso. Y en el Éxodo 20. En Juan 4, 6 se dice que Jesús mismo, cansado del
camino, se sentó junto a un pozo. El descanso dominical de los judíos tuvo
también esta finalidad. Incluso evangelizar pide descanso, para reponer
fuerzas, como nos cuenta Marcos: “Entonces los apóstoles le contaron a Jesús
todo lo que habían hecho, y lo que habían enseñado. El les dijo: Venid vosotros
aparte a un lugar desierto, y descansad un poco. Porque eran muchos los que
iban y venían, de manera que ni aun tenían tiempo para comer”.
Feliz descanso veraniego, que no es el menor regalo de
nuestro Padre Dios.
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