Como cada año desde 1966, las
diferentes iglesias cristianas del mundo celebramos estos días –del 18 al 25 de
enero– la semana de oración por la unidad de los cristianos. Este año bajo el
lema: “El amor de Cristo nos apremia”. El amor de Cristo, es decir: el amor de
Jesús de Nazaret, de su profecía libre, de su sueño de un mundo justo y
fraterno, el amor de la Vida bondadosa y feliz, más allá de toda confesión y
religión.
Quien oiga o lea “semana de
oración por la unidad de los cristianos” seguramente entenderá que pedimos a un
Dios omnipotente que nos una a los separados, que haga lo que nosotros no
podemos o quizás no queremos lo suficiente para poder. Si orar fuera eso, sería
alienante, no deberíamos orar. Ni deberíamos creer en una divinidad que escucha
y atiende o deja de atender nuestras oraciones.
Pero orar no es eso. No es
rezar ni pedir ni rogar, sino dejar que nuestro ser, hecho de tierra humilde y
de espíritu creador, se abra y se exprese desde lo más profundo. Orar es ser, y
ser es abrirse a ser más, pues el poder ser más constituye nuestra finitud.
Orar es realizar posibilidades latentes en nosotros, pues el barro o la materia
que somos es matriz inagotable, capaz de desear, ser y hacer más. Orar es
obrar. Orar es abrirse al fondo de sí y del otro, al Fondo de todo o a Dios.
Orar por la unidad de los cristianos sería, pues, obrarla, hacerla real,
efectiva y siempre más profunda.
Pero no creo en cualquier
unidad. Casi diría que no creo en la unidad por la que se nos invita a orar en
esta semana. En efecto, quien oye o lee “semana de oración por la unidad de los
cristianos” entiende que los cristianos aspiramos a que no haya tantas iglesias
diferentes: católicos, ortodoxos, protestantes y anglicanos; ni tantas iglesias
diversas en el interior de cada una de ellas: iglesias ortodoxas
independientes, anglicanos y episcopalianos, protestantes luteranos,
calvinistas o presbiterianos, metodistas, menonitas y bautistas… Que todos
debiéramos confesar los mismos dogmas e interpretarlos de la misma manera, y
practicar los mismos sacramentos y entenderlos igual, hasta formar entre todos
un solo rebaño bajo un solo pastor, un solo papa, como si la Iglesia debiera
ser un partido político amarrado y fuerte bajo un secretario general.
No creo en una sola Iglesia
bajo un solo papa. Hoy no solo sería imposible sino además indeseable que dejen
de existir diversas iglesias, con teologías, ritos y organizaciones diversas.
Hace unos meses, en su alocución de la catedral luterana de Lund (Suecia) con
ocasión de la apertura del año de Lutero, el papa Francisco pidió perdón porque
“nos hemos encerrado en nosotros mismos por temor o prejuicios a la fe que los
demás profesan con un acento y un lenguaje diferente”. Eso es. Nos une, sí, la
misma fe, pero la profesamos –vivimos– en distintos lenguajes. Todos los dogmas
e interpretaciones, no son sino eso: fórmulas y expresiones lingüísticas. La fe
es otra cosa.
Y los lenguajes o las
teologías no nos dividen sino cuando olvidamos que son constructos humanos, y
cuando creemos que el nuestro es el único o el mejor, cuando nos negamos a
entender o a aprender o al menos a respetar el lenguaje del otro. No nos
dividen las diferencias, por grandes que sean, sino los temores y los
prejuicios, por pequeños que sean. Las diferencias solo nos confunden y dividen
cuando nos empeñamos en construir una gran torre de poder para conquistar el
cielo: Babel. Los católicos no estamos separados de los luteranos porque éstos
no entiendan la eucaristía como transustanciación o sacrificio, sino porque los
excluimos de nuestra misa y ellos nos excluyen de su cena de Jesús. El día que
abramos la mesa, nos sentiremos unidos.
Y como se ha visto en los
diálogos inter-eclesiales de los últimos 50 años, hay un escollo último que
impide la comunión de todos los cristianos: es la doctrina que afirma al obispo
de Roma como autoridad absoluta sobre todas las iglesias. El papa es, como dijo
Pablo VI, el gran obstáculo de la comunión. No el papa, sino el papado.
¿Y en qué consiste la fe que
nos une? Consiste en el “amor de Cristo”, que es como los cristianos, en la
memoria y el seguimiento de Jesús, designamos el amor y el cuidado de la vida.
El día que unas iglesias reconozcamos a las otras como son se habrán acabado
las divisiones. Entonces, de verdad, oraremos y obraremos la unidad.
José Arregi
DEIA
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