Desde siempre sentí una
atracción especial por el silencio, antes incluso de saber lo que era. Desde niño,
sentía la necesidad de quedarme a solas; siendo joven, empecé a buscar espacios
de silencio en monasterios cartujos y cistercienses. Y percibía que el silencio
me “recomponía”, aquietándome por dentro y armonizando toda mi existencia.
Sin embargo, la innegable
atracción se daba la mano con la dificultad que experimentaba. Buscaba el
silencio, pero rara vez lograba acallar el oleaje mental y emocional. Había
demasiado ruido –miedo y soledad– y demasiado ego en mi interior. Y me faltaba
mucho para comprender que el silencio no tiene que ver tanto con lo exterior,
cuanto con la mente y el yo. Me faltaba mucho trabajo interior –trabajo
psicológico y práctica meditativa adecuada– para ir aprendiendo a aquietar la
mente y silenciar el ego.
Hoy sigo experimentando
dificultades y mi ego se sigue desbocando. Sin embargo, se me ha regalado una
certeza impagable: que el silencio no es “algo” que vaya buscando porque me
hace bien, sino que es otro nombre de la Realidad que me sostiene y, en último
término, me constituye. Y ahora entiendo, finalmente, por qué me atraía con
tanta intensidad: el Silencio es la “casa”, nuestra verdadera identidad. Lo
contiene todo –también los ruidos, los pensamientos y las emociones con sus
vaivenes–, pero no se reduce a nada de ello.
Tras ese regalo, vivo el
Silencio, no como algo bienhechor, ni tampoco como una práctica beneficiosa,
sino como un estado de consciencia que me permite
reencontrarme conmigo mismo en profundidad y con todos los seres.
Ahora sé también que no hay
nada que lo pueda romper. Y por eso vuelvo a él en medio de cualquier actividad
e incluso de cualquier alteración. Volver a él es venir a casa y encontrarme
con lo que soy, con lo que somos: Aquello que está siempre a salvo y no puede
ser dañado. He descubierto así el Silencio como fuente de liberación.
Y no se trata de ningún
esfuerzo por “construir” o “producir” ese silencio sanador. Es mucho más
sencillo: se trata simplemente de dejarse atraer y aprender a
descansar en él. El resto viene dado. No implica tanto esforzarse en
poner atención cuanto descansar en la atención que somos.
Descansar, vivir en el
Silencio significa poner consciencia en todo aquello
que hago y vivo: en la tarea que estoy realizando, en la relación que mantengo,
en la preocupación que aparece, en la inquietud que altera, en el dolor que
desasosiega…, e incluso en la oscuridad que parece cegarme. Sea lo que sea,
simplemente, pongo consciencia en aquello que está sucediendo
–me introduzco en el estado de consciencia que es el Silencio– y permanezco
en la Presencia que soy. Y compruebo, una y mil veces, que lo que brota de
ese estado no tiene nada que ver con lo que aparece en el estado mental. El
Silencio me unifica y me libera, me mantiene en casa, me otorga una capacidad
cada vez más fácil de resituarme cuando mi ego ha tomado el mando y me regala
el gozo de experimentar que soy uno con la Vida.
Enrique Martínez Lozano
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