El miedo a los atentados
terroristas de origen religioso (o reivindicados en nombre de la religión) va
en aumento. Porque raro es el día que no tenemos noticias de nuevas y atroces
matanzas de seres inocentes, ejecutados de forma criminal en nombre de la religión.
Obviamente, cuando se piensa
en estas brutalidades, lo primero que a cualquiera le viene a la cabeza es el
peligro que entraña el “hecho religioso”. Y la explicación de semejante peligro
radica, según el criterio más generalizado, en que la “condición humana” nos
empuja al odio, a la venganza, al egoísmo, la ambición y a todas las
perversiones morales que convierten al “hombre en lobo para el hombre”.
Esto es verdad. Pero, con
reconocer que la condición humana es así, no resolvemos nada. Ni aclaramos lo
que realmente nos está pasando. Por otra parte, no quiero meterme aquí a
analizar lo que ocurre en otras religiones, por ejemplo, en el islam. Entre
otras razones, porque no lo conozco a fondo. Y es peligroso ponerse a
dictaminar lo que el vecino debe hacer en su casa, para tenerla limpia, cuando
tú tienes la tuya que da pena verla. Por eso, vamos a centrarnos en nuestra
propia confesión religiosa, el cristianismo. ¿No será verdad que también la
“religión cristiana” ha sido, y sigue siendo, una amenaza, un asunto peligroso,
incluso (a veces) muy peligroso?
No voy a echar mano –una vez
más– del tan manoseado asunto de las Cruzadas, la Inquisición, la condena de
Galileo y, menos aún, de casos recientes, ocurridos en España hace sólo unas
décadas. Vamos a ir más al fondo del asunto.
El cristianismo es una
religión que pone el centro de sus creencias, no solo en “lo divino”, sino
igualmente en “lo humano”. Porque el Dios de nuestra fe se nos dio a conocer en
Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Y esto -precisamente esto- es el gran
problema, que tuvo que afrontar la Iglesia desde los primeros años de su
existencia. Pero –es claro– cuando se afronta este problema entre gentes, que
tienen creencias “religiosas”, inevitablemente, la religión “como
tal” pesa tanto, que, en la persona religiosa, “lo divino” termina
siendo más determinante que “lo humano”. Y esto, ni más ni menos,
es lo que le ha ocurrido, y le sigue ocurriendo, a la Iglesia.
Efectivamente, en su Teología,
en su Liturgia, en su Derecho, en las convicciones más profundas de los
gobernantes eclesiásticos, en la mentalidad de la mayoría de los fieles,
verdaderamente fieles a la Iglesia, no sólo es que “lo divino” pesa más que “lo
humano”. El problema principal está en que “lo humano” se tiene que
someter a “lo divino”. Por eso, los primeros cuatro concilios ecuménicos,
que celebró y aprobó la Iglesia, Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (430)
y Calcedonia (451), se centraron en una preocupación fundamental: afirmar
como dogma de fe la “divinidad” de Jesucristo. Es verdad que el
concilio de Calcedonia defendió “la naturaleza humana” de Jesús:
“perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad” (DH 301). Pero
precisando, a continuación, que, en Jesucristo, las dos “naturalezas”, la
divina y la humana, “confluyen en una sola persona”, que es la divina (DH 302).
En última instancia, por tanto, en Jesús, “lo divino” quedó superpuesto a “lo
humano”.
Es evidente que los textos de
aquellos primeros concilios, distantes de nosotros en casi 1.500 años (o más),
para ser entendidos correctamente, necesitan ser “interpretados” como necesita
ser “interpretado” cualquier texto de la Biblia. Porque el lenguaje, y el
contenido del lenguaje -el de entonces y el de ahora- ya no son lo mismo. Pero
lo más importante, en todo este asunto, es que, en la historia de los siglos
posteriores, la cultura ha ido evolucionando de manera que, en la mentalidad de
la gran mayoría de la población de los países más desarrollados, “lo humano” ha
cobrado más fuerza y tiene más presencia que “lo divino”. Mientras que, por el
contrario, la Iglesia ha gestionado todo esto de manera que ha defendido y
ponderado con más pasión y celo “lo divino” que “lo humano”. Y por supuesto,
más “lo sagrado” que “lo profano”.
Ahora bien, si aplicamos esta
manera de pensar a la Liturgia, a la Espiritualidad, al Derecho, a la Moral, a
la “forma de vivir” y a las “costumbres”, ya tenemos clara y patente la
explicación de por qué esta Iglesia nuestra sigue atascada en la mentalidad, no
digo ya de la Edad Media, sino incluso en la manera de plantear y resolver
tantos y tantos problemas que afectan muy seriamente a lo que hacen y dicen no
pocos curas, bastantes obispos, algunos cardenales…. Y hasta la crispación que
produce, en ambientes de sacristía, el comportamiento y las enseñanzas del papa
Francisco. Por la sencilla razón de que, para esta Iglesia, es más
importante evitar el pecado que aliviar el sufrimiento.
Termino asegurando que el
día que nos preocupe más el problema del sufrimiento humano que la creencia en
el pecado (¿contra lo divino?), ese día daremos el paso decisivo para que la
Iglesia se haga más amable, más creíble y, por supuesto, más acogedora. Leyendo
los evangelios, lo más claro que se encuentra en ellos es que a Jesús le
interesó más el sufrimiento de la gente que la vida poco ejemplar que veía
aquella gente en los amigos de Jesús, los pecadores (Mc 2, 14-17; Mt 9, 9-13;
Lc 5, 27-32; 15, 1-2). ¿Por qué será que Jesús andaba con malas compañías y
tenía constantes conflictos con los hombres de la religión?
José M. Castillo
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