La inteligencia, la simpatía,
el tesón, la creatividad, la capacidad de esfuerzo o la vena artística, son
cualidades humanas que nos permiten progresar como personas y como humanidad.
Pero para que haya en el mundo inteligencia, simpatía o tesón es necesario que
se encuentren encarnados en personas inteligentes, simpáticas, tesoneras... Se
da la circunstancia de que estas cualidades están muy repartidas entre los
hombres y mujeres que constituyen el género humano, como si la Naturaleza
hubiese pretendido hacernos a todos partícipes del progreso general.
Si una persona es
especialmente inteligente o simpática se lo debe a los genes que ha heredado o
la educación que ha recibido, lo que significa que es una necedad presumir de
ellas. A quien se ufana de “haberse hecho a sí mismo” a base de voluntad, hay que
recordarle que esa voluntad también es fruto de los genes, y que su mérito es
muy limitado. Esto podría llevarnos a consideraciones morales muy sugestivas,
pero lo que aquí queremos resaltar es que todo cuanto tenemos lo hemos
recibido, y que lo único por determinar es el uso que vamos a hacer de ello.
Podemos pensar que nuestras
cualidades son nuestras; que las tenemos para nuestro disfrute. Y podemos
pensar que las hemos recibido para ponerlas al servicio de todos y poder
disfrutar de las que otros aportan. El problema es que unos han recibido mucho
y otros poco, y este intercambio no puede plantearse en términos conmutativos,
sino distributivos. Como dice Karl Marx: “Que cada uno aporte según su
capacidad y reciba según su necesidad”… Y la verdad, no sabemos cómo se puede
llevar esto a la práctica ─y él tampoco lo sabía─, pero es una excelente vía
para caminar hacia la plenitud humana.
Las sociedades modernas basan
la convivencia en las leyes. Quien se salta la ley es perseguido y en su caso
juzgado y condenado. Y eso está muy bien, pero refleja una sociedad todavía
inmadura a la que le falta mucho trecho por recorrer. Porque la ley deja a la
persona a sus fuerzas, le pone preceptos que debe cumplir, le amenaza, le
castiga, pero no le cambia el corazón. Una sociedad madura basa la convivencia
en el arraigo de unos valores que cambian a la persona por dentro… y ya no
necesita mandarle nada. Esto no significa que se pueda prescindir de las leyes,
sino que el énfasis debe ponerse en el arraigo de valores y no en la
promulgación leyes. Y es que la convivencia se puede imponer y se puede
sembrar. Si se siembra tarda un tiempo en dar fruto, pero cuando lo da, da el
ciento por uno.
Cualquier organización humana
─sea política o empresarial─ que se esfuerce en promover en su seno unos
valores basados en el bien común, en la necesidad de compartir, la generosidad
y el respeto a los demás, cumplirá su misión mucho mejor que otra que no lo
haga así. El problema es que se trata de una tarea sorda y a largo plazo que no
suele entusiasmar a los gestores. Tampoco es fácil. Es mucho más sencillo
refugiarse en las cosas tangibles que se ven y nos dan una confortable
sensación de eficacia, aunque a la larga todo el esfuerzo resulte baldío porque
se pone el foco en lo secundario y se olvida lo esencial.
En contraste con esta forma de
concebir la sociedad —como tarea colectiva basada en el compromiso de cada uno
con el bien común—, vemos que la acción política en el mundo está cada vez más
marcada por el odio, la descalificación, la revancha, y la garrulería. Vemos
que la demagogia infame se impone al sentido común aupando al poder a profetas
de la bronca y el enfrentamiento. Y esto es algo inquietante, porque estas
actitudes que nacen en la cumbre acaban empapando todos los estratos de la
sociedad, y la sociedad desgarrada y rota.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
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