No, por
favor;
que no
me digan nada.
Porque
vuelvo a encontrarte, Señor, como un milagro,
sin
misterios ni fórmulas.
Porque
te he visto, Señor, llegar con el silencio
que
sube como un vaho
de allá
de la hondonada.
Sin
voces medianeras:
quizá
el leve pajarillo como un viento,
la
hormiga que afana,
y ese
brote de hierba tembloroso
que
alivia su ternura entre los surcos…
… Y el
cielo, todo el cielo,
cruzado
de rumores y de silbos,
de
promesas de luna.
Aquí,
junto a este pino
crecido
de susurros antiguos,
de
campanas remotas,
de
espumas y de arena,
he
sentido así, tan llanamente
tu mano
generosa
posada
en mis angustias; tan sencillo.
Que no
me digan nada. Que no griten.
Porque
vuelvo a encontrarte, Señor –es el milagro-,
en la
voz humillada y en las lágrimas,
en los
Cristos vencidos que aun mendigan
fatigados
de puertas y de siglos
la
última limosna.
-¡Ay,
qué espadas de arcángeles
jugando
al escondite
aguardan
tras esquinas invisibles!-
Y en el
gesto de piedra de los hombres unánimes
que se
inclinan pegados codo a codo
a
recoger el llanto
del
hermano y la úlcera.
En el
triste alarido de los perros nocturnos…
Que no
me digan nada.
Que no
intenten llevarme.
Porque
quiero cumplir mis aspavientos
mi
destino de hombre:
retornar
a la tierra,
ser
tierra solamente,
tierno
como ante los ojos,
como
luego.
Deshacerme
en la paz para siempre de la tierra
con la
hormiga y el árbol,
con la
abeja y la rosa,
con la
voz reprimida de los hombres que sufren,
con el
grito rehusado de los hombres que aman:
contigo
ya, Señor:
es el
milagro.
José
María Osuna.
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