Domingo 21º Tiempo Ordinario
San Mateo 16,13-20
En aquel tiempo, al llegar Jesús a la región de
Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el
Hijo del Hombre?” Ellos dijeron: “Unos dicen que Juan Bautista; otros dicen que
Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas”. Jesús les preguntó: “¿Y vosotros,
quién dicen que soy yo?” Simón Pedro tomó la palabra y dijo: “Tu eres el Mesías,
el Hijo de Dios vivo”. Jesús le respondió: “Dichoso tu, Simón, hijo de Jonás,
porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está
en los cielos”. Ahora, yo te digo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y el
poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los Cielos:
lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la
tierra quedará desatado en el cielo”. Y les mandó a los discípulos que no
dijeran a nadie que él era el Mesías.
Muchos pueden seguir teniendo dudas: ¿Quién era
Jesús? ¿Quién fue Jesús? El evangelio de hoy nos lo aclara. Jesús, es el Mesías, el Hijo de Dios.
¿Por qué sabemos que es quien dice ser? Por su vida y por sus actos. El evangelio
nos lleva a esa conclusión. ¿Cómo es posible? Por la fe.
No se trata de demostrar científicamente lo que no
es posible: que Jesús es el Hijo de Dios que se hizo hombre en el mayor gesto de
humildad posible. A Jesús se le descubre
en la oración, en la intimidad, en lo profundo del corazón. Algo hay en
nosotros que nos lleva a ese descubrimiento. Ese algo es la semilla de la fe. Toda persona nace con esa semilla, para
descubrirla hay que alimentarla. El alimento que la hace crecer es la oración.
Hoy el evangelio es especialmente buena noticia,
porque nos está diciendo con toda claridad que Jesús es el Cristo, el Hijo de
Dios en el que creemos. Cuando hacemos
lo que Él nos dijo somos personas llenas y completas. Ya no es necesario
más, ya no es posible más.
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