Todo mi sufrimiento
resultó ser un regalo, no una maldición. La depresión apareció para hacerme ver
-de la manera más dramática que cabe- hasta qué punto me había desconectado de
la vida. Visto así, el
sufrimiento siempre es una señal que nos indica el camino de vuelta a la
integridad.
Con frecuencia, solo cuando
empezamos a sufrir comenzamos a escuchar a la vida. Así que, de algún modo, a
todos se nos provee de la cantidad de sufrimiento exacta que necesitamos para
reconocer quiénes somos realmente.
Cada ola es una expresión
única del océano, y cada ola sufrirá de una manera distinta. Tu sufrimiento es tu
invitación sin par a que retornes al océano.
Mi depresión apuntaba
directamente al despertar espiritual.
Mi depresión indicaba que el camino de vuelta a quien soy realmente, que está
siempre en profundo reposo; era una invitación a soltar la carga de mi pesado
relato sobre el pasado y el futuro, y a descansar profundamente en la
experiencia presente; era una invitación a despertar del sueño de la
separación. Solo que tardé cierto tiempo en aceptarla.
Comprender que nada
exterior a nosotros provoca en realidad el sufrimiento es la clave de una
increíble libertad. Las circunstancias nunca pueden ser realmente la causa de
nuestro sufrimiento; es siempre la respuesta que damos a las circunstancias la
que nos hace sufrir.
Sufrimos solo cuando
buscamos la forma de escapar de ciertos aspectos de nuestra experiencia
presente, y al hacerlo, nos separamos de la vida y entramos en guerra con
nosotros mismos y con los demás – a veces de manera obvia y a veces de manera
muy sutil-. Nuestro
sufrimiento tiene sus raíces en la negativa a sentir lo que sentimos,
a experimentar
lo que experimentamos ahora mismo. El sufrimiento es inherente a
nuestra guerra con la vida tal como es, inherente a la ceguera que nos impide
ver que todo lo
que sucede en el momento está siempre aceptado, en el sentido más profundo.
Texto extraído del libro
de Jeff
Foster, “La
más profunda aceptación. Despertar radicalmente a la vida ordinaria”.
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