En medio de la depresión
extrema, brilló de pronto otra posibilidad: quizá mi fracaso al intentar
sostener mi vida no fuera en realidad una enfermedad, una perturbación mental
ni una señal de debilidad o de disfunción. Quizá,
de entrada, aquella no fuera mi vida, la vida que debía sostener en pie,
y yo no fuera quien pensaba que era. Quizá la verdadera libertad no tuviera
nada que ver con ser una ola mejor dentro del océano, con perfeccionar el
relato de mí mismo que me contaba. Quizá la libertad tenía que ver sola y
exclusivamente con despertar del sueño en el que somos olas separadas, y con
abrazar todo lo que aparece en el océano de la experiencia presente. Quizá ese fuera mi
trabajo, mi verdadera vocación en la vida: aceptar profundamente la experiencia
presente, desprenderme de todas las ideas sobre cómo debería ser este momento,
en vez de empeñarme en sostener una falsa imagen de mí mismo.
Empecé a perder interés en
fingir que era lo que no era. Empecé a perder interés en oponer resistencia al
momento presente. Empecé a enamorarme de la experiencia presente. Descubrí la
profunda aceptación inherente a cada pensamiento, a cada sensación, a cada
sentimiento, y el sufrimiento comenzó a caer en picado. Me di cuenta de que no
era un ser defectuoso ni nunca lo había sido, y de que esto era igualmente
aplicable a todos los demás seres humanos del planeta.
El sufrimiento humano
puede parecer tan insondable, incontrolable, impenetrable…, un problema
demasiado descomunal para poder remediarlo. A veces parece tan sin sentido, tan
inexplicable y tan fortuito y repentino que lo único que uno puede decir es:
“¿Qué me pasa? ¿Qué es lo que estoy haciendo mal?”, “¡Debe de ser por mí, por
mi forma de ser!”, “Será que es mi sino sufrir así!”, “Seguro que es la genética,
o algún desequilibrio químico del cerebro”.
Yo no creo que haya nadie
fundamentalmente incapacitado para la vida, que nadie tenga que sufrir, que
haya ninguna desdicha predestinada o inherente a nosotros en modo alguno.
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