Hubo un tiempo, hace veinte años, en que yo pensé que lo
decisivo en mi vida iba a ser la diferencia entre todo o nada. Sentí la
urgencia de darlo todo sin reservarme nada, y con ese propósito me fui al
noviciado de los jesuitas. Y aquí estoy, veinte años después, descubriendo que,
aunque el fondo es auténtico, las cosas no son tan simples ni las dicotomías
tan nítidas.
Recién estrenados los
cuarenta, voy cayendo en la cuenta de que la diferencia capital no es la que
hay entre todo o nada, sino la que hay entre todo y casi todo. El problema no
es tanto lo que das –que puede ser mucho y buenísimo–, como lo que te reservas
–aunque sea poco e insignificante–. Es ese “fondo reservado” el que, de golpe,
te pasa factura. Uno reconoce que ha vivido a fondo, que se ha entregado
generosamente, que ha dado mucho; pero, aun así, por poco honesto que sea
consigo mismo, descubre como un resto de insatisfacción todavía no exorcizado,
una insobornable sensación de que algo falta, de que esa carta que uno guarda
disimuladamente bajo la manga tiene también que entrar en el juego, si no
quiere que le quede fijada en el rostro esa sonrisa que muestra sólo la mitad
del alma. Y no me refiero a esas reservas legítimas y hasta necesarias (si uno
no quiere fundirse más que darse); me refiero a esas reservas mezquinas, esa
calderilla existencial que guardamos en una caja, no como acopio para darse
mejor, sino como reserva para no darse tanto. Me refiero a nuestro tiempo
sagrado, a nuestro espacio inviolable, a nuestras manías intocables, a nuestros
secretos irrevelables, a nuestros pequeños vicios inconfesables, y también a
las mentiras que decidimos creernos para blindar esos “fondos” de toda
injerencia ajena y de toda conversión posible.
Es entonces cuando
caes en la cuenta de que ese tipo de reservas son trampas que nos tendemos a
nosotros mismos, como aquél que por miedo a caer en una trampa cae en otra
mayor. Si alguien te dice que a los cuarenta te desengañas, no le creas: no es
que te desengañes, sino que ya no te engañas, que no es lo mismo. Por supuesto,
uno puede seguir engañándose durante cuarenta años más, pero no vale la pena.
Aún estamos a tiempo de echar esa calderilla existencial sobre la mesa y
sumarla al resto. Poco o mucho, eso es lo que tenemos y eso es “todo” lo que
podemos ofrecer. Quizá no más, pero tampoco menos.
Marc Vilarassau sj
En esta reflexión se afina, hay que entregarse entero, sé que en ello no hay seguridades, pero cuando se confía es Dios la seguridad es total. Setarcos
ResponderEliminar