La inteligencia
emocional se define como la aptitud para identificar,
comprender, razonar y regular las emociones, pasando de la lejanía e ignorancia
a una conciencia cada vez más lúcida de los propios estados emocionales, sus
causas y su gestión adecuada.
De un modo sencillo, la relación adecuada con los propios sentimientos puede
sintetizarse en dos palabras: aceptación (no-represión) y no-reducción.
El primer paso consiste en la aceptación de todos los
sentimientos que aparecen en nuestro campo de conciencia: aparte de ser
no-voluntarios, todos ellos tienen un porqué. La aceptación significa
sencillamente el reconocimiento sereno de su existencia y su presencia en
nuestra vida.
Cuando no hay aceptación, lo
que se vive, con mayor o menor intensidad, es represión,
hasta el punto de perder el contacto con ellos, llegando a no saber qué es
exactamente lo que se siente ni lo que se quiere. Ahora bien, la represión
camufla y niega los sentimientos, pero no los elimina. Lo que ocurre entonces
es que la energía reprimida –todo sentimiento o emoción es un caudal de energía
activa- debe buscar otro cauce de salida. Puede llegarse a una “explosión”
emocional, en la que la persona se siente desbordada por tanta energía
reprimida. O, más frecuentemente, esta se manifestará en somatizaciones,
produciendo problemas físicos: fatiga inexplicable, hipertensión arterial,
enfermedades cardíacas, trastornos intestinales, problemas de la piel… Lo que
ocurre en la llamada “somatización” es que el cuerpo grita lo
que la mente calla.
Es importante recordar que lo
realmente perjudicial no son los sentimientos “negativos”, sino la supresión (represión)
de los mismos por parte del cerebro cognitivo. Los sentimientos no hacen daño;
hace daño lo que hacemos con ellos, particularmente la represión (negación), la
reducción o la cavilación en torno a los mismos.
Ahora bien, el reconocimiento de los sentimientos no
significa dejarse conducir por ellos; eso equivaldría a dejar las
riendas de la propia vida en manos de un niño de tres años. Por eso, junto con
la aceptación, la actitud sabia pasa por la no-reducción a
los mismos.
La sabiduría del no-reducirse implica, por un
lado, el reconocimiento de que siempre somos más que
los sentimientos que se despierten, hasta el punto de que podemos reconocer que tenemos un
determinado sentimiento, pero que somos más que
él. Por otro lado, esa misma sabiduría nos lleva a conectar, consciente y
voluntariamente, con lo mejor de nosotros mismos, con el “lugar” adecuado del
que brote nuestra acción.
Por decirlo brevemente, acertamos en la relación con nuestro mundo emocional
cuando reconocemos, aceptamos y nombramos todos
nuestros sentimientos, pero los acogemos desde nuestra identidad
profunda, sin negarlos ni reprimirlos y sin
dejarnos conducir por ellos. Teniendo en cuenta el conjunto de
nuestra persona, decidimos en fidelidad a quienes somos en profundidad.
Más en concreto, por lo que refiere a los sentimientos
“positivos”, se trata de
sentirlos y entrar conscientemente en contacto con ellos: son el “reflejo” de
nuestra realidad profunda. Sentimientos de paz, alegría, amor, cercanía,
solidaridad, unidad, creatividad…, manifiestan y expresan lo que somos:
sentirlos e impregnarnos de ellos fortalecen nuestra verdadera identidad.
Los sentimientos “dolorosos” requieren un
tratamiento diferente, en el que habrá que tener en cuenta estos pasos:
identificarlos, nombrarlos, verbalizarlos, aceptarlos, no reducirse a ellos,
comprender (descifrar) de dónde vienen y vivirlos desde la identidad profunda.
Es precisamente esta identidad profunda la que, constituyendo nuestra “plataforma”
de solidez, permite no reducirnos, porque nos hace experimentar que somos “más”
que ellos.
En realidad, se trata de desarrollar actitudes
constructivas frente a todo aquello que puede hacernos sufrir.
Entre ellas, indicaría las siguientes:
1) acogerse a sí mismo,
frente al rechazo de sí y la autoculpabilización;
2) aceptar lo que nos
hace sufrir sin reducirnos, frente a la negación del problema y al hundimiento;
3) dialogar con el niño o la
niña interior, frente a la lejanía de sí;
4) desdramatizar, frente
a la tendencia a la dramatización;
5) traducir el malestar en
dolor, frente a la huida y el funcionamiento imaginario;
6) des-identificarse por medio
de la observación, frente a la autoafirmación del yo.
Enrique
Martínez Lozano, spicoterapeuta
No hay comentarios:
Publicar un comentario