Como cristiano, no puedo dejar
de buscar cuál es mi postura ante la situación actual de Cataluña. Ya opiné
sobre algunos aspectos de este conflicto hace un par de años en mi Carta
abierta a un amigo catalán. Pero la situación ha llegado a tal grado de tensión
que, antes de seguir, es preciso sopesar las palabras y las actitudes.
En un momento en el que algunos
clérigos, religiosos y religiosas catalanes optan por la independencia o por el
derecho a decidir sobre ella y las redes se llenan de improperios y de mensajes
directos o indirectos de unos contra otros, necesito hacer silencio y abrir el
Evangelio.
He aquí algunas ideas que
vienen a mi corazón, no sé si del todo acertadas, pero al menos escritas y
compartidas al filo de la historia. Espero que, si no ayudan a mi lector, al
menos no empeoren las cosas. Espero también que sean un puente de diálogo con mis
hermanos y hermanas catalanes de todos los signos políticos y religiosos.
Jesús no era nacionalista. Así
lo vuelve a recordar un teólogo de la talla de José María Castillo en su
artículo “Odio las fronteras”. Añado yo que Jesús amó a su pueblo judío y respetó
sus costumbres, pero no mostró amor exacerbado a las concreciones culturales,
lingüísticas y políticas de su grupo étnico.
Jesús no hereda la inquina de
los judíos contra los extranjeros. Se siente especialmente llamado a llevar la
buena noticia a su pueblo judío, pero no desdeña sanar a la mujer siro-fenicia,
hablar con los samaritanos, proponerlos como ejemplos en sus parábolas, aceptar
incluso entrar en la casa de los romanos, algo aborrecible para los fariseos.
Su mensaje y su ejemplo son el extremo opuesto al odio, el racismo o la
xenofobia.
Jesús no suscribió las
aspiraciones independentistas de su gente, ni aceptó ser manipulado
políticamente por los guerrilleros zelotas que hostigaban al ejército de
ocupación romano. Renunció a ser un Mesías guerrero. Muy al contrario: fue
capaz de mirar al corazón de cada ser humano para descubrir en cada persona a
un hermano o hermana: los fariseos, los pecadores, las prostitutas, los
publicanos, los enfermos y leprosos... y también los romanos, entre quienes
encuentra al Centurión, del que alaba su fe. Para Jesús, por encima de todo, lo
que cuenta es la persona, cada persona, con sus condicionantes existenciales y
culturales. Todos estamos llamados a la fraternidad.
Jesús denuncia que ningún
sistema político puede arrogarse el ser el "Reino de Dios". "Mi
Reino no es de este mundo". De allí que pida dar "al César lo que es
del César y a Dios lo que es de Dios". El Evangelio es una espada de doble
filo que corta a todos los sistemas y partidos políticos y les lleva a aspirar
a los valores más universales. La separación de poderes es vital para que la
comunidad cristiana pueda tener suficiente distancia y libertad para elevar su
voz crítica y, a la vez, fraterna y constructiva. Los cristianos somos llamados
a construir la ciudad humana desde el respeto y la cooperación con todos y
todas.
Jesús propugna un modelo
político basado en el servicio, la humildad y el bien común. Frente a sus
discípulos, que soñaban con sentarse en una Jerusalén política y ser primeros
ministros, plantea claramente que no imitemos el modo de proceder de los
poderosos de este mundo, que lo que ansían es ser servidos y no servir. El que
desee ser importante, que se ponga a servir a los demás, que busque solo el
bien común, no el particular, no el de mi grupo étnico, mi familia, mi
"gente".
Jesús toma partido por el
débil y el oprimido, el "pobre" que clama a Dios pidiendo justicia y
libertad. El mendigo, el ciego, el marginado, la viuda, el huérfano... tienen
un gran espacio en su corazón compasivo. Él mismo se hace uno con los últimos
de los últimos.
Jesús renuncia a mediar en
pequeñas disputas. Ese "oprimido" no es, por ejemplo, el hermano que
discute con el otro por una herencia, en cuyo pleito se niega Jesús a mediar.
Tampoco en sus parábolas toma partido por los trabajadores que han trabajado
más que otros por el mismo salario, o por el hermano que ha permanecido en casa
mientras el otro dilapidaba su herencia. A todos llama a tener amplitud de
miras, magnanimidad y generosidad.
Jesús no crea fronteras y abre
la mesa común y fraterna a todos, sin hacer distinciones. La primitiva
comunidad cristiana se caracterizará por no hacer distinciones entre judíos ni
griegos, hombres ni mujeres, esclavos ni libres. Todos son uno en el amor.
Jesús llama a todos a
perdonarse las deudas y las injurias unos a otros. Sin límites, sin llevar
cuenta de las ofensas. Solo el amor construye comunidades y mundos nuevos. Su
gran mandato es el amor "hasta dar la vida".
Jesús renuncia a toda
violencia, de cualquier tipo. Cuando todo está perdido, calla y confía desde la
mayor dignidad que ha podido mostrar un ser humano. En el Calvario, perdona a
quienes le están crucificando. Su vida, entregada desde la libertad y el amor,
se hace semilla de un mundo nuevo.
Supongo que, con estas
premisas, Jesús acabaría hoy como acabó en Jerusalén: crucificado por unos y
escupido por otros. Pero su muerte y resurrección seguirán siendo la esperanza
de un mundo mejor que debemos seguir construyendo. Hoy, también, aquí en
España.
Juan Yzuel
Religión Digital
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