Frontera es la línea que
separa y divide una nación de otra, un país de otro y, con frecuencia, también
una cultura de otra. Por eso, las fronteras nos separan, quizá nos dividen y
con frecuencia nos alejan a unos de otros. De ahí que, tantas veces, las
fronteras nos enfrentan a los unos con los otros. Es inevitable.
Me dirán que estoy exagerando
lo negativo. Es posible. Pero nadie me puede negar que la historia está repleta
de peripecias y desgracias relacionadas con lo que acabo de apuntar.
Dicho esto, por formación (o
deformación) profesional, cuando veo un problema o una situación, como la que
estamos viviendo ahora mismo, en España, en Europa y en el mundo, echo mano del
Evangelio y me pregunto: ¿me enseña Jesús de Nazaret algo que me sirva para
orientarme en lo que está pasando?
Jesús dio señales de
nacionalista. Cuando envió a sus apóstoles a anunciar la llegada del reino de
Dios, lo primero que les dijo es que no fueran a los paganos, ni a ciudades de
samaritanos (Mt 10, 5, par). Y a la mujer cananea, que le pedía la salud para
su hija enferma, le dijo que él había venido sólo para las ovejas descarriadas
de Israel (Mt 15, 24 par). Los estudiosos de estos relatos les buscan
explicaciones a estos episodios extraños. Porque, entre otras cosas, sabemos de
sobra que Jesús apreció en extremo a los samaritanos (Lc 9, 51-56; 10, 30-35;
17, 11-19; Jn 4). Y es que, según parece, en la mentalidad de Jesús, las “ovejas
descarriadas” estaban precisamente en su pueblo, en Israel. De ahí, su
insistencia en que los apóstoles atendieran, ante todo, a quienes vivían
extraviados y perdidos. Lo de Jesús, no era una mentalidad nacionalista.
Nada de eso. Era una mentalidad humanitaria.
Por eso, llama la atención que
la primera vez que, según el evangelio de Lucas, Jesús fue a su pueblo
(Nazaret), le pidieron que hiciera la lectura en la sinagoga. Y no se le
ocurrió otra cosa que, al leer un texto del profeta Isaías (61, 1-2), hizo
mención sólo del “año de la gracia” y se saltó lo del “día del desquite”. Lo
que produjo el enfrentamiento (según la traducción más correcta. J. Jeremias)
de la gente (Lc 4, 22). Y lo peor fue que, en vez de tranquilizar a sus
conciudadanos, les vino a decir que Dios prefiere a los extranjeros (una viuda
de Sarepta y un político de Siria) (Lc 4, 24-27), antes que a los vecinos de
Nazaret. Esto puso furiosa a la gente y no lo despeñaron por un tajo, de
verdadero milagro (Lc 4, 28-30). Jesús odiaba las fronteras hasta el punto de
jugarse la vida, por dejar claro que no soporta fronteras que nos separan y nos
dividen.
Pero no es esto lo más
llamativo. Una de las cosas que más sorprenden, en los evangelios, es que los
tres elogios más notables, que hizo Jesús sobre la fe, no se los hizo ni a sus
apóstoles, ni a sus compatriotas, ni a sus amigos. Se los hizo: a un centurión
romano (Mt 8, 10 par), a una mujer cananea (Mt 15, 28 par) y a un leproso
samaritano, que vino a dar las gracias a Jesús, frente a los nueve leprosos
judíos que se dieron por satisfechos con el cumplimiento de “su ley” (Lc 17,
11-19).
Jesús, al morir, “entregó el
espíritu” (Jn 19, 30). ¿Se fue de esta vida? Eso, por supuesto. Pero algo mucho
más profundo: “entregó” (“paradídomi”) el “Espíritu”. Para el IV evangelio,
Pascua, Ascensión, Pentecostés, todo aconteció en aquel instante (H. U.
Weidemann). Y desde aquel instante, que cambió la Historia, se acabó el mito de
la Torre de Babel, las muchas lenguas, las divisiones e incapacidades para entendernos
y convivir unidos y en paz. Es la cumbre del Evangelio. Y si es que lo de Dios
sirve para algo, ¿de qué nos sirve a nosotros, si cada día que pasa, se nos
hace más insoportable convivir unidos? ¿Es que España o Catalunya son más
importantes que el Evangelio de Jesús? Por lo que estamos viendo, para muchos
cristianos y no pocos curas, así es. O ésa es la impresión que dan.
José M. Castillo
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